sábado, 16 de abril de 2022

Ruben Dario en Costa Rica

     A mediados de febrero de 2019 llegué a San José para una estancia corta. Venía de pasar un fin de semana en la playa de Jacó y había reservado un par de días para visitar el Centro Cultural Rubén Darío y documentar con algunas fotografías lo que quedara del poeta nicaragüense en la capital de Costa Rica. En ningún caso, cuando emprendí ese viaje, esperaba tener la suerte de encontrar un cicerone como Misael.

Había conocido la existencia del Centro Cultural Rubén Darío en una búsqueda prospectiva que había hecho en Internet y nada más llegar a la ciudad contacté con ellos por teléfono. Resultó que la persona que me atendió, Misael, conocía mi blog sobre la valoración actual del poeta nicaragüense y se ofreció a mostrarme “los restos darianos en la ciudad” –esas fueron sus palabras, y a mí me pareció que no hacían presagiar nada bueno. Me sugirió que quedáramos a la mañana siguiente en la entrada de la embajada de Nicaragua, ya que ese era un buen punto para iniciar el recorrido.

Conocía el lugar, que se encuentra en la prolongación de la Avenida Central, en dirección a San Pedro. A la hora indicada llegué hasta allí caminando y en seguida le divisé haciéndome señas desde la fachada de la embajada, donde ya hacían fila un grupo de nicaragüenses para hacer trámites consulares. Era un joven de unos treinta años y, más o menos, tanto su aspecto como su actitud respondían a la imagen que me había formado de él a partir de la conversación telefónica: alguien afable, servicial y, como todo nicaragüense, admirador de la obra de Darío. Nos saludamos y en seguida me puso al corriente del por qué y el cómo del programa que había diseñado para esa mañana.

--Oficialmente ahora estamos en el Paseo Rubén Darío, aunque por ese nombre no lo conocen ni los taxistas. Apenas son estos trescientos metros de la avenida central, entre la Asamblea Nacional y el monumento a Darío –me explicó, abarcando con los brazos abiertos la distancia que sugerían sus palabras.

--Genial. No tendremos que caminar mucho para llegar al monumento –reafirmé sus palabras y él hizo un gesto con la cabeza y los hombros que no acabé de interpretar.

--Vamos a preguntar al funcionario de la embajada que controla la puerta de acceso de las visitas –sugirió.

--El monumento se encuentra donde siempre, a doscientos metros siguiendo la calle buscando la vía del tren –contestó el hombre su pregunta tras dirigirnos una breve mirada evaluadora, mientras se ocupaba en revisar con el ceño fruncido los papeles que le ofrecía una joven madre nicaragüense que llevaba un niño en brazos. Me llamó la atención la sonrisa, entre burlona y desesperada, que se dibujó en el rostro de Misael.

Mientras me guiaba hacia el lugar que nos habían indicado fue haciendo una breve relación de la estancia de Rubén Darío en San José.

--Pasó fugazmente por aquí, apenas nueve meses entre el 24 de agosto de 1891 y el 15 de mayo de 1892. Alquilaba una casita en el número 265 de la calzada del Paso de la Vaca. Allí nació su primogénito Rubén Darío Contreras. En ese entonces la ciudad era un pueblo de casas de adobe y teja. Los únicos edificios grandes eran la Catedral, la Fábrica de Licores, el Hospital San Juan de Dios, el Seminario y el Hospicio de Huérfanos. Había dieciséis tiendas, tres cervecerías, siete ventas de materiales de construcción, sesenta pulperías y cuatro librerías. Por cierto, hablando de librerías, al poco de llegar, Darío publicó un aviso en la Prensa Libre, que decía: “Azul. Por Rubén Darío. ¡El libro de moda! Se vende en la librería de Montero. Hay pocos ejemplares”. Sin duda se refería a los ejemplares de la segunda edición de Azul que había publicado el año anterior en Guatemala.

Cuando llegamos al cruce de la avenida central con la avenida segunda, a la altura de la calle 29 nos detuvimos y busqué a mi alrededor alguna señal del monumento. Tenía que estar allí pero no lo vi. La mirada se quedó detenida en la vía del tren, que transcurría pegada a las sucias fachadas de unas casas que le daban la espalda. Algunos cartones dispuestos sobre el andén ocultaban los cuerpos de los vagabundos que utilizaban aquel espacio para dormir. Le hice un gesto de incomprensión y me señaló el triángulo que formaba el cruce de calles, donde un muro de concreto estaba revestido con pedazos de azulejos blancos, arena y azules, al fondo de una base delimitada por un pequeño muro que servía para salvar la diferencia de nivel entre las dos calles.

--Esto es lo que aquí quedó del monumento a Darío—me explicó, mientras buscaba en su smartphone y me enseñaba una fotografía donde podía reconocerse ese muro, pero con un pedestal cilíndrico sobre el que reposaba una efigie del poeta. –Lo erigieron en 1974, fue un regalo de Nicaragua y quizás la Municipalidad escogió este lugar porque era el único disponible en los aledaños de la embajada, pero como puede ver no reúne las condiciones mínimas para situar un monumento y así le condenaron al descuido y al abandono. Solo en 2004 la municipalidad encargó a la artista costarricense Loida Pretiz Beaumont, que adornara la pared con un mural de azulejos, creando así un escenario coreográfico con un fuerte simbolismo dariano. Esta foto es de esa época. Pero el lugar se fue convirtiendo en un depósito ocasional de basura y no tardaron mucho en robar la placa de bronce, que en la foto puedes ver a la derecha del monumento y que conmemoraba el evento. Así que hace tres años, cuando se cumplían los cien del fallecimiento del poeta, la municipalidad decidió retirar de aquí el monolito con la cabeza y lo trasladó al Parque Nicaragua, en Zapote. Tal vez sintió vergüenza de que en los homenajes que se hicieran a Darío en su centenario tuvieran que acudir aquí los embajadores latinoamericanos a realizar la ofrenda floral. Pero se dejaron el mural.
Mire aquí -–me señaló el borde de la base sobre la que se levantaba el monumento— se puede leer el penúltimo verso del poema Nocturno: “… y siento como un eco del corazón del mundo”. Sabe, lo que a mí me provoca más curiosidad es saber quién y por qué eligió precisamente ese verso.

--Sí, seguro que ahí hay una historia —coincidí con él. —Lo que puedo decir es que Edith Gron, la artista danesa-nicaragüense que hizo esa escultura, tenía la costumbre de incorporar un verso de Darío a cada una de las obras que hacía sobre el poeta. Tal vez ahí tienen su origen esas palabras.

Esperó a que tomara unas fotos del lugar y luego propuso que buscáramos un taxi que nos llevara hasta Zapote, a buscar el resto del monumento. Durante el camino me contó que trabajaba en la Asociación Nicaragüenses por un Futuro Mejor, organización sin fines de lucro (recientemente abrió en San José el centro cultural Rubén Darío), que busca la integración del emigrante nicaragüense a través de la cultura, al tiempo que promueve la hermandad con sus pares costarricenses. Ubicado cerca de plaza Víquez, el centro ofrece, gracias a la asistencia de la universidad de Costa Rica, cursos gratuitos de manipulación de alimentos, computación, inglés y alfabetización para adultos. Y ahora estaban impartiendo Cursos para Naturalización, que facilitaban al migrante la obtención de la nacionalidad costarricense.

--¿Cómo es la relación entre los dos países? –le pregunté. Me interesaba conocer su opinión sobre este asunto tan controvertido. Movió la cabeza a uno y otro lado, como si estuviera ponderando la respuesta.

--Compleja. Para resumir, se puede decir que Costa Rica ha sido desde hace décadas santuario y refugio para todos los exiliados nicaragüenses, sin importar su identidad política. A nivel de gobierno han sido solidarios y acogedores. Hoy, casi el veinte por ciento de la población está compuesto de migrantes o descendientes de nicaragüenses en primera generación, sin embargo, o precisamente por eso, hay un menosprecio latente por su cultura y su forma de vida.

El taxi se detuvo en ese momento ante la Iglesia de Zapote. Habíamos llegado al parque Nicaragua. Ante nosotros se extendía una amplia extensión verde, con un desnivel natural hacia el sur oeste, que se disimula con el recurso de unas gradas. En la parte baja hay una caída de agua que termina en un pequeño lago. Lastimosamente la fuente no funciona y el lago está seco. En el sector oeste hay una entrada al parque en forma de arco. La vegetación es escasa, apenas algunas palmeras. El entorno, aunque limpio, luce un poco deshabitado, quizás porque no hay allí ningún play para niños. Subimos la pequeña cuesta para salvar el desnivel y accedimos a una amplia explanada con dos grupos escultóricos enfrentados a uno y otro lado: la escultura que hiciera Maruca Gómez sobre el poema “A Margarita Debayle”, titulada “El rey y su hija” y el monolito a Rubén Darío, que se veía insignificante, un poco perdido entre las proporciones del parque. Quizás para darle más visibilidad habían colocado a su costado dos mástiles donde ondeaban las banderas de Costa Rica y la del cantón de Zapote. Nos dirigimos hacia allí. El monumento, compuesto por el pedestal con la cabeza de Darío y a su lado una especie de atril hecho de concreto, estaba enmarcado a su espalda por un muro semicircular de unos treinta centímetros de alto. El atril parecía tener el propósito de albergar una placa conmemorativa o para grabar en él unas palabras de homenaje.

La cabeza, de 43 centímetros de alto, estaba hecha en cemento moldeado y alguna vez pudo estar cubierta con un color azul verdoso, pero la falta de mantenimiento y el paso del tiempo la habían erosionado hasta deformar los rasgos originales, haciendo casi imposible reconocer allí al poeta.

Guardamos un silencio recogido, cada uno inmerso en sus propios pensamientos que probablemente eran los mismos.

--Seguro que éste no es el mejor homenaje dedicado a Rubén Darío que habrá visto —escuché que decía Misael. Era un comentario que no esperaba respuesta.

--¿Qué se sabe de la estancia de Darío en San José? —le pregunté.

--Pues, aunque parezca extraño, considerando el descuido con el que aquí se ha tratado la figura de Darío, tenemos bastante información. En ese tiempo, esta ciudad, comparada con Guatemala, incluso con Managua, era algo provinciana, con pocos estímulos culturales. Aun así, él se las arregló para dar recitales y conferencias en Cartago, Heredia, Alajuela y San José. También publicó en los periódicos locales, editoriales, obituarios, reseñas de libros y un buen número de cuentos y artículos. Algunos memorables, como el publicado el 15 de marzo de 1892 en El Heraldo de Costa Rica, titulado “Por el lado del Norte”, y que tanta repercusión tuvo entre los intelectuales del continente ¿Lo recuerda? Por el lado del norte está el peligro. Por el lado del norte es por donde anida el águila hostil. Desconfiemos, hermanos de América, desconfiemos de esos hombres de ojos azules que no nos hablan sino cuando tienen la trampa puesta.

Si la conversación iba a derivar sobre las sucesivas y evolucionadas inconsistencias en el pensamiento político de Rubén Darío, íbamos a necesitar un espacio más apropiado y un tiempo más relajado. Así que, en lugar de responder su envite, le propuse ir a almorzar a algún sitio cercano. Comida costarricense, le dije y se echó a reír.

--Entonces tendrá que ser un menú ejecutivo, o un casado en cualquier restaurante: Arroz, frijoles, un poco de ensalada verde, maduro y una pieza de carne o pescado.

 

Postdata:

La placa conmemorativa en el monumento original decía:

NICARAGUA
A
COSTA RICA

“YO SOY AQUEL QUE AYER NO MAS DECIA
EL VERSO AZUL Y LA CANCION PROFANA
EN CUYA NOCHE UN RUISEÑOR HABIA
QUE ERA ALONDRA DE LUZ POR LA MAÑANA”

DE “CANTOS DE VIDA Y ESPERANZA”

HOMENAJE DE LA MUNICIPALIDAD CENTRAL
DEL CANTON CENTRAL DE SAN JOSE
1974 - 1978

 

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