A mediados de febrero de 2019 llegué a San José para una estancia corta. Venía de pasar un fin de semana en la playa de Jacó y había reservado un par de días para visitar el Centro Cultural Rubén Darío y documentar con algunas fotografías lo que quedara del poeta nicaragüense en la capital de Costa Rica. En ningún caso, cuando emprendí ese viaje, esperaba tener la suerte de encontrar un cicerone como Misael.
Había conocido la
existencia del Centro Cultural Rubén Darío en una búsqueda prospectiva que
había hecho en Internet y nada más llegar a la ciudad contacté con ellos por
teléfono. Resultó que la persona que me atendió, Misael, conocía mi blog sobre
la valoración actual del poeta nicaragüense y se ofreció a mostrarme “los
restos darianos en la ciudad” –esas fueron sus palabras, y a mí me pareció que
no hacían presagiar nada bueno. Me sugirió que quedáramos a la mañana siguiente
en la entrada de la embajada de Nicaragua, ya que ese era un buen punto para iniciar
el recorrido.
Conocía el lugar, que
se encuentra en la prolongación de la Avenida Central, en dirección a San Pedro. A la hora indicada llegué hasta allí caminando y en seguida le divisé
haciéndome señas desde la fachada de la embajada, donde ya hacían fila un grupo
de nicaragüenses para hacer trámites consulares. Era un joven de unos treinta
años y, más o menos, tanto su aspecto como su actitud respondían a la imagen
que me había formado de él a partir de la conversación telefónica: alguien afable,
servicial y, como todo nicaragüense, admirador de la obra de Darío. Nos
saludamos y en seguida me puso al corriente del por qué y el cómo del programa
que había diseñado para esa mañana.
--Oficialmente ahora
estamos en el Paseo Rubén Darío, aunque por ese nombre no lo conocen ni los taxistas. Apenas son estos trescientos metros de la
avenida central, entre la Asamblea Nacional y el monumento a Darío
–me explicó, abarcando con los brazos abiertos la distancia que sugerían sus palabras.
--Genial. No tendremos
que caminar mucho para llegar al monumento –reafirmé sus palabras y él hizo un
gesto con la cabeza y los hombros que no acabé de interpretar.
--Vamos a preguntar al
funcionario de la embajada que controla la puerta de acceso de las visitas –sugirió.
--El monumento se
encuentra donde siempre, a doscientos metros siguiendo la calle buscando la vía
del tren –contestó el hombre su pregunta tras dirigirnos una breve mirada evaluadora,
mientras se ocupaba en revisar con el ceño fruncido los papeles que le ofrecía
una joven madre nicaragüense que llevaba un niño en brazos. Me llamó la
atención la sonrisa, entre burlona y desesperada, que se dibujó en el rostro de
Misael.
Mientras me guiaba
hacia el lugar que nos habían indicado fue haciendo una breve relación de la
estancia de Rubén Darío en San José.
--Pasó fugazmente por
aquí, apenas
nueve meses entre el 24 de agosto de 1891 y el 15 de mayo de 1892. Alquilaba
una casita en el número 265 de la calzada del Paso de la Vaca. Allí nació su
primogénito Rubén Darío Contreras. En ese entonces la ciudad era un pueblo de
casas de adobe y teja. Los únicos edificios grandes eran la Catedral, la
Fábrica de Licores, el Hospital San Juan de Dios, el Seminario y el Hospicio de
Huérfanos. Había dieciséis tiendas, tres cervecerías, siete ventas de
materiales de construcción, sesenta pulperías y cuatro librerías. Por cierto,
hablando de librerías, al poco de llegar, Darío publicó un aviso en la Prensa
Libre, que decía: “Azul. Por Rubén Darío. ¡El libro de moda! Se vende en la
librería de Montero. Hay pocos ejemplares”. Sin duda se refería a los ejemplares
de la segunda edición de Azul que había publicado el año anterior en Guatemala.
--Sí, seguro que ahí hay una historia
—coincidí con él. —Lo que puedo decir es que Edith Gron, la artista
danesa-nicaragüense que hizo esa escultura, tenía la costumbre de incorporar un
verso de Darío a cada una de las obras que hacía sobre el poeta. Tal vez ahí
tienen su origen esas palabras.
Esperó a que tomara unas fotos del
lugar y luego propuso que buscáramos un taxi que nos llevara hasta Zapote, a
buscar el resto del monumento. Durante el camino me contó que trabajaba en la Asociación
Nicaragüenses por un Futuro Mejor, organización sin fines de lucro (recientemente
abrió en San José el centro cultural Rubén Darío), que busca la integración del
emigrante nicaragüense a través de la cultura, al tiempo que promueve la
hermandad con sus pares costarricenses. Ubicado cerca de plaza Víquez, el centro
ofrece, gracias a la asistencia de la universidad de Costa Rica, cursos
gratuitos de manipulación de alimentos, computación, inglés y
alfabetización para adultos. Y ahora estaban impartiendo Cursos para
Naturalización, que facilitaban al migrante la obtención de la nacionalidad
costarricense.
--¿Cómo es la relación
entre los dos países? –le pregunté. Me interesaba conocer su opinión sobre este
asunto tan controvertido. Movió la cabeza a uno y otro lado, como si estuviera
ponderando la respuesta.
--Compleja. Para
resumir, se puede decir que Costa Rica ha sido desde hace décadas santuario y
refugio para todos los exiliados nicaragüenses, sin importar su identidad
política. A nivel de gobierno han sido solidarios y acogedores. Hoy, casi el veinte
por ciento de la población está compuesto de migrantes o descendientes de
nicaragüenses en primera generación, sin embargo, o precisamente por eso, hay
un menosprecio latente por su cultura y su forma de vida.
El taxi se detuvo en ese momento ante la Iglesia
de Zapote. Habíamos llegado al parque Nicaragua. Ante nosotros se extendía una
amplia extensión verde, con un desnivel natural hacia el sur oeste, que se
disimula con el recurso de unas gradas. En la parte baja hay una caída de agua
que termina en un pequeño lago. Lastimosamente la fuente no funciona y el lago
está seco. En el sector oeste hay una entrada al parque en forma de arco. La vegetación
es escasa, apenas algunas palmeras. El entorno, aunque limpio, luce un poco
deshabitado, quizás porque no hay allí ningún play para niños. Subimos la
pequeña cuesta para salvar el desnivel y accedimos a una amplia explanada con
dos grupos escultóricos enfrentados a uno y otro lado: la escultura que hiciera
Maruca Gómez sobre el poema “A Margarita Debayle”, titulada “El rey y su hija”
y el monolito a Rubén Darío, que se veía insignificante, un poco perdido entre
las proporciones del parque. Quizás para darle más visibilidad habían colocado
a su costado dos mástiles donde ondeaban las banderas de Costa Rica y la del
cantón de Zapote. Nos dirigimos hacia allí. El monumento, compuesto por el pedestal
con la cabeza de Darío y a su lado una especie de atril hecho de concreto, estaba
enmarcado a su espalda por un muro semicircular de unos treinta centímetros de
alto. El atril parecía tener el propósito de albergar una placa conmemorativa o
para grabar en él unas palabras de homenaje.
Guardamos un silencio recogido, cada
uno inmerso en sus propios pensamientos que probablemente eran los mismos.
--Seguro que éste no es el mejor
homenaje dedicado a Rubén Darío que habrá visto —escuché que decía Misael. Era
un comentario que no esperaba respuesta.
--¿Qué se sabe de la estancia de Darío en San
José? —le pregunté.
--Pues, aunque parezca extraño, considerando el
descuido con el que aquí se ha tratado la figura de Darío, tenemos bastante
información. En ese tiempo, esta ciudad, comparada con Guatemala, incluso con Managua,
era algo provinciana, con pocos estímulos culturales. Aun así, él se las
arregló para dar recitales y conferencias en Cartago, Heredia, Alajuela y San
José. También publicó en los periódicos locales, editoriales, obituarios, reseñas de
libros y un buen número de cuentos y artículos. Algunos memorables, como el
publicado el 15 de marzo de 1892 en El Heraldo de Costa Rica, titulado “Por el
lado del Norte”, y que tanta repercusión tuvo entre los intelectuales del
continente ¿Lo recuerda? Por el lado del norte está el peligro. Por el lado
del norte es por donde anida el águila hostil. Desconfiemos, hermanos de
América, desconfiemos de esos hombres de ojos azules que no nos hablan sino
cuando tienen la trampa puesta.
Si la conversación iba a derivar
sobre las sucesivas y evolucionadas inconsistencias en el pensamiento político
de Rubén Darío, íbamos a necesitar un espacio más apropiado y un tiempo más relajado.
Así que, en lugar de responder su envite, le propuse ir a almorzar a algún
sitio cercano. Comida costarricense, le dije y se echó a reír.
--Entonces tendrá que ser un menú
ejecutivo, o un casado en cualquier restaurante: Arroz, frijoles, un poco de
ensalada verde, maduro y una pieza de carne o pescado.
Postdata:
La placa conmemorativa en el monumento original decía:
NICARAGUA
A
COSTA RICA
“YO SOY AQUEL QUE AYER NO MAS DECIA
EL VERSO AZUL Y LA CANCION PROFANA
EN CUYA NOCHE UN RUISEÑOR HABIA
QUE ERA ALONDRA DE LUZ POR LA MAÑANA”
DE “CANTOS DE VIDA Y ESPERANZA”
HOMENAJE DE LA MUNICIPALIDAD CENTRAL
DEL CANTON CENTRAL DE SAN JOSE
1974 - 1978
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