viernes, 28 de julio de 2017

El misterio de la Elegía pagana de Rubén Darío

El misterio de la Elegía pagana
(Lo que va a leer a continuación es un extracto del libro "Una historia galante", que está disponible en Amazon, en su versión digital)

Aquella mañana, mientras iba camino de la Biblioteca del Congreso Argentino, seguía resonando en mis oídos la historia que me contara el vendedor de sellos postales, apenas veinticuatro horas antes, en el Parque Rivadavia.  Según el relato todo había comenzado el día en que Darío y Mima, una bella joven de origen ruso, se encontraron en el Club del Progreso. Ella le había pedido que le regalara su último libro de poemas y él había solicitado a cambio uno de sus guantes. Pocos días después se había recibido en casa de Mima el libro Prosas Profanas, dedicado y encuadernado en piel de guante. Semanas después Mima falleció y Darío, embargado por la pena, había escrito el poema Elegía Pagana.

Al llegar al edificio donde se halla la Biblioteca del Congreso, opté por utilizar el acceso de la calle Alsina. Allí, en la planta baja y al fondo de un largo pasillo, se encuentra la sección de la Hemeroteca donde se guardan los diarios más antiguos. Tuve que identificarme en la recepción y luego inscribirme en el registro de lectores para tener acceso a la sala de consultas. El lugar, sin pretender ser acogedor,  transmitía una sensación de calma que parecía predisponer al trabajo de investigación. Una larga pared de cristal le separaba de un patio interior, del que recibía un gran caudal de luz natural.

Iba con la idea preconcebida de que me iban a facilitar el acceso a los diarios originales en papel o, lo que aún era más práctico, podría consultarlos a través de su versión digitalizada. Mi primera sorpresa se produjo cuando, al recibirme, me preguntaron por el nombre de la publicación y la fecha que quería consultar.

—Busco todo lo relacionado con Rubén Darío y el club del Progreso —les dije.

Con palabras rutinarias me explicaron que los diarios de esa época no estaban digitali­zados y no se podían consultar los originales debido a su estado de fragilidad. La única manera posible de acceder a ellos era a través de los rollos de película, en donde se habían microfil­mados, que comprendían aproximadamente las ediciones de tres meses. Así que era necesario que les proporcionara una fecha.

—Entre julio y septiembre de 1897 —me aventuré a decir. Aquello era lo más que podía aproximar mi búsqueda.

Con esa única opción el proceso de consulta era cuando menos farragoso. Se necesitaba mucha paciencia y un buen dominio del lector de microfilm para acceder a los artículos. Solo cuando se conoce el día exacto en que algo ha sido publicado, es relativamente sencillo encontrarlo, una vez que se adquiere práctica manejando los controles; pero buscar algo al azar puede ser bastante frustrante.

El personal de la Hemeroteca, siendo conscientes de la dificultad que tenía para un principiante el manejo de la máquina, procuraba ayudar en todo el proceso, cargando los rollos de microfilm, enseñándome a manejar las palancas para desplazar la cinta y para ampliar los contenidos, y en último término asumiendo la tarea de realizar las impresiones con el propósito de conseguir un enfoque claro y preciso.

—¿Sucede con frecuencia que alguien venga buscando documentos de Rubén Darío? —le pregunté a la persona que me atendía mientras estaba ocupada cargando el rollo de película.

—Es difícil saberlo. Por lo general, llegan solicitando un diario y una fecha precisa. Pero, ahora que lo pregunta, hace unos tres años vino un profesor de Rusia que se presentó como usted, diciendo que quería consultar algunos artículos sobre Darío. Durante tres semanas estuvo viniendo todos los días. Pasaba aquí las mañanas revisando microfilms. De hecho repasó todos los periódicos argentinos de la década de 1890.

—¡Vaya, que interesante! ¿Y buscaba algo en especial?

Rebobinó la película y volvió a instalarla, ya que la primera vez que lo intentó había quedado desencuadrada.

—Pues sí. Le interesaba lo relacionado con un tal Grotkofsky. Me acuerdo del nombre porque me resultó curiosa la manera en que él lo pronunciaba. Parece que encontró algo sobre Fernando de Grotkofsky y decidió viajar a Santa Fe. Allí también hay una buena hemeroteca.

—Qué curioso —comenté—. Nunca antes había escuchado ese nombre, hasta ayer que lo vi escrito, precisamente en un libro sobre Darío. ¿Les dio alguna explicación del por qué le interesaba esa persona?

Había comenzado aquella conversación sin otro motivo que “romper el hielo” y ahora había llegado a un punto en que estaba realmente interesado en conocer más sobre esa historia.

—El primer día nos enseñó un poema de Darío. Lo traía escrito en el cuaderno y quería saber si lo habíamos visto publicado en algún diario de la época. Se llamaba algo así como “Oda Pagana”. Me pareció hermoso. Luego nos dijo que estaba haciendo una investigación sobre ese poema. Que Darío lo había escrito en honor a una muchacha de origen ruso.

Sin duda se trataba del poema “Elegía Pagana”. Por tercera vez en tres días había vuelto a tropezar con aquella historia. Ya no podía considerarlo una simple casualidad. Entre el poema y yo se empezaba a establecer un vínculo emocional.

—¿Y más adelante volvieron a saber de él, del profesor? —le pregunté.

—Pues no. Habló de que luego quería visitar Paraguay. Allí esperaba encontrar más información.

Terminó de cargar la película y maniobró hasta situar en la pantalla el mes de julio de 1897.

—Ahí tiene —me dijo, señalando la pantalla—. Suerte con la búsqueda.

Moví los mandos en uno y otro sentido, para comprobar la sensibilidad del aparato y ejercitarme en su manejo. Luego fui pasando las hojas, leyendo solo los encabezados de los artículos. No encontré lo que buscaba. En el diario correspondiente al 6 de julio había un artículo sin firma en el que se informaba que en el teatro Odeón se había realizado un homenaje de despedida a María Guerrero, donde la excelsa actriz española leyó entre otros poemas uno de Rubén Darío. Más adelante, en el diario del sábado 10 de julio, había un poema firmado por Darío, con el título Oda a la República Argentina.

Después de casi dos horas, durante las que revisé dos microfilms completos, siguiendo con la vista clavada en la pantalla el paso de docenas de columnas periodísticas, ya tenía claro que, o definía otra estrategia de búsqueda, o por ese medio era poco lo que iba a conseguir.

Solicité la ayuda del personal de la Hemeroteca para imprimir los dos artículos que me habían llamado la atención. Tenía curiosidad por ver como lo hacían y con qué resultado. También porque suponía una nueva ocasión para conversar con ellos y propiciar que me hablaran de su experiencia en las búsquedas relacionadas con Rubén Darío. 

—Así que le interesan los artículos publicados por Darío —me dijo.

—No exactamente. Solo trato de entender como era y lo que hacía en 1897. Ese es el año en que probablemente escribió la Elegía Pagana.

—Nunca había oído hablar de ella, hasta que…

—Hasta que llegó el profesor ruso —le ayudé a terminar la frase, que había dejado inacabada mientras maniobraba el mando de impresión.

—Algo debe tener esa poesía. Habrá que leerla. Mi trabajo final de licenciatura versaba sobre las influencias literarias en la obra de Leopoldo Lugones. Eso me llevó a analizar su relación con la obra de Darío.

—¿Y qué descubrió?

—Pues, sintetizándolo mucho, que Lugones siempre supo a donde quería llegar y al conocer la poesía de Darío confirmó que estaba en el buen camino.

Me pareció que ya era bien poco lo que podía encontrar allí. La única novedad, relativamente interesante, que había aportado aquella visita era el descubrimiento de que había alguien más interesado en la Elegía Pagana y en la búsqueda del libro. Alguien que además parecía ser una persona cualificada, con un interés profesional en el caso, a quien se le podía suponer en posesión de algún conocimiento preciso sobre la existencia real de los personajes. Cómo explicar que hubiera decidido realizar aquel viaje, hasta el otro lado del mundo, si no tuviera una base sólida de información. A mí me servía reconocer lo insólito de este hecho como estímulo para seguir buscando. Al menos me ayudó esa mañana a superar la frustración, de no haber podido establecer la presencia de los dos protagonistas de la historia en el Club del Progreso.

Más allá de esta inesperada novedad, lo cierto es que, de mi reflexión sobre los datos conocidos, iban surgiendo algunos interrogantes de difícil respuesta. Por ejemplo, no podía entender el por qué, si todos los críticos coincidían en la belleza del poema y nadie planteaba dudas sobre su autoría, habían transcurrido más de veinte años hasta que se dio a conocer. Se podía pensar que tal vez hubo una voluntad de ocultarlo intencionalmente. Aunque de ser así, no podía imaginar con qué propósito; ya que, a la luz de las circunstancias conocidas, no parecía haber nada en el poema sobre lo que montar alguna perversa conjetura, menos aún una teoría mínimamente sustentada que apoyara esa intención. Era como si, en el pergamino ológrafo de la historia, hubiera un agujero negro que abarcaba el periodo entre 1898, la fecha probable en que se escribió el poema, y 1921, el año en que los datos apuntaban a que se había publicado por primera vez.

Sin salir de la Biblioteca del Congreso, en la sala dedicada a las búsquedas en Internet, consulté en la hemeroteca digital de la BNE. Aquí, variando los indicadores de búsqueda, a veces guiado solo por la intuición, fui descubriendo algunos datos interesantes. Según la revista La Esfera, de Madrid, publicada en mayo de 1921, y que relata la historia del libro de Prosas profanas encuadernado en piel de guante, la familia rusa que llegó a Buenos Aires en 1897 eran los Bruville de Grotkofsky. Eso explicaba el interés del investigador ruso por los Grotkofsky en Argentina. Pero aún quedaban muchos cabos sueltos.

Quizás el que, a mi juicio, resultaba más sorprendente era por qué el poema estaba en poder de Arsenio López Decaud. Ya que hay constancia de que su  primer y único encuentro con Darío fue en 1906. Ocurrió durante la celebración de la III Conferencia Panamericana que tuvo lugar en Rio de Janeiro, a la que el paraguayo acudió como delegado de su país. Esta circunstancia desencadenaba una serie de preguntas necesarias: ¿Fue allí donde Arsenio conoció de la existencia del poema? Y si fue así, ¿Entonces, en qué momento se escribió realmente la Elegía Pagana?

La conversación casual y casi anecdótica que mantuve con el vendedor de sellos en el parque Rivadavia, se convertía ahora, a tenor de la nueva información que había ido surgiendo, en una fuente posible de nuevos y decisivos datos sobre la historia de la “Elegía Pagana”.

Instintivamente me llevé la mano al bolsillo trasero del pantalón. Allí estaba la tarjeta de presentación con su nombre, la dirección y el teléfono.

Intuía que, si quería profundizar en aquel enigma, debía intentar conocer  lo que había ocurrido en Paraguay, y que tal vez en la colección de recuerdos del vendedor de sellos podía encontrar alguna pista. En ese momento no podía imaginar el nuevo sendero, lleno de descubrimientos inesperados, por el que iba a transitar esta historia.

domingo, 16 de julio de 2017

Azul. El libro de Rubén Darío que inició una época

(Santiago, 8 de febrero de 2017)

Me hallaba en Santiago de Chile, y decidí dedicar las primeras horas de la tarde a buscar en las filatelias de la ciudad un bloque de cuatro estampillas de la célebre emisión con la que, al celebrarse en 1967 el primer centenario de su nacimiento, el Gobierno de Chile homenajeó al ilustre poeta nica­ragüense. De pronto, una informa­ción afortunada guió mis pasos hasta la tienda de un anticuario en el barrio de Providencia.  Nada hacía presagiar entonces que allí, entre vajillas de fina porcelana inglesa del siglo XVIII, monedas españolas de plata del tiempo de la Colonia y algunas fotografías y pinturas del Santiago de 1900, podía encontrarse el tesoro que muchos seguidores de Rubén Darío quisieran tener.

El Sr. Salinas, propietario de la tienda, es también un afamado filatelista y bibliófilo. Al conocer mi propósito y mientras buscaba los sellos en una de las carpetas, conversamos en forma distendida sobre el poeta y las circunstancias que acompañaron su estancia en Chile. Parecía bien documentado y yo me mostraba encantando escuchando sus anécdotas. ¿Quiere ver algo interesante?, me dijo de pronto.  Respondí afir­mativamente y de un gabinete situado a su espalda sacó y puso sobre el mostrador que nos separaba, un bonito estuche de cuero, que al abrirlo dejaba ver un interior forrado en tela damasco y un libro que parecía antiguo pero muy bien cuidado.

Es la primera edición de Azul, publicado en Valparaíso en 1888 —me explicó.

Nunca había tenido en las manos un ejemplar de la primera edición, así que, con evidente cautela, lo saqué del estuche y comencé a  hojear las primeras páginas. Me llamó la atención lo bien cuidado que parecía encontrarse.

Las hojas se ven muy blancas, limpias, sin las típicas manchas que deja el paso del tiempo —comenté, mientras en un gesto espontáneo acariciaba entre el índice y el pulgar una de las hojas, comprobando la textura y el grosor.

Eso es porque la impresión se hizo en papel Holanda   me explicó.

—¿Y eso le da más valor? —pregunté delatando mi ignorancia sobre el asunto.

Me enseñó una inscripción impresa en la tercera página del libro en la que podía leerse “De este libro se han tirado veinte ejemplares en papel Holanda, numerados del 1 al 20. Un ejemplar en papel Japón.”

  Aquí en Chile la opinión más extendida entre los bibliófilos era la de que Darío nunca había imprimido en papel Holanda y mucho menos en papel Japón, debido al precio tan elevado que tenían esas impresiones.

—Pero este ejemplar es uno de los veinte que estarían hechos con ese tipo de papel  busqué su confirmación.

—Así es. Corría el rumor de que, si no los veinte, sí que hizo algunos en este tipo de papel, pero nunca se había encontrado uno de ellos. Hasta la década de 1950, casi setenta años después, en que apareció este ejemplar en una colección privada. —hizo una pausa, como para dar más énfasis a sus siguientes palabras, y luego prosiguió con sus explicaciones—Este ejemplar nunca salió a la venta en una subasta. Lo han tocado muy pocas manos, por eso está en tan excelente estado de conservación.

Posiblemente fuera un regalo que he hizo Darío a alguno de sus mecenas. Él mismo cuenta en su autobiografía que Federico Varela, a quien dedica el libro,  pagó los costos de la edición de Azul —comenté, buscando una explicación.

Esa es la versión más extendida, pero no quiere decir que sea cierta. Al menos no completamente cierta. Parece que entre varios de sus amigos consiguieron recaudar una cierta cantidad de dinero, pero que no llegaba a cubrir todos los gastos de la edición.

La única pega que se le puede encontrar al libro es que éstas no son las cubiertas originales —le dije, señalando las cubiertas de tapa dura enteladas con las que habían vuelto a encuadernar el libro.

En la década de 1930 era costumbre reencuadernar los libros para protegerlos o buscando una cierta uniformidad al consolidar una biblioteca Pero en este caso ese detalle apenas importa, teniendo en cuenta que es el único libro de estas características que existe —me explicó.

En mi mente rondaban algunas dudas. Resultaba raro que, tratándose de un obsequio hecho a una persona especial no estuviera dedicado y firmado por el poeta. La única dedicatoria que había en la página de cortesía era la del poseedor del libro en los años 50, dirigida a la persona a quién era ofrecido. Tampoco pude identificar la esperada numeración del ejemplar, anunciada en la apostilla impresa. Por respeto no le comenté mis dudas. Era el primer ejemplar príncipe de Azul que veía y mi interlocutor era un especialista en la materia al que había que dar credibilidad, considerando que era un reconocido miembro honorario de la Sociedad Bibliográfica de Chile.

 Lo cierto es que solo colecciono autores chilenos  —continuó explicándome . Mistral, Neruda, Edwards, pero en algún momento decidí incluir también a los escritores que publicaron en Chile. Por eso tengo a Rubén Darío y a Alonso de Ercilla.

Para dar fuerza a sus palabras fue sacando uno a uno, del gabinete situado a su espalda, todos los ejemplares primeras ediciones que tenía de Darío: Emelina, Rimas y contra rimas.

—Y Gotas de absintio, porque el prólogo es de Darío -añadió mientras abría el libro para mostrarme ese detalle.

Observé que todos estos ejemplares tenían las hojas tostadas por el paso del tiempo, presentando manchas irregulares, algo natural en el papel fabricado con pasta de madera, que ya era de uso corriente en esos años debido a su bajo costo. 

Naturalmente asistía a aquel vistoso despliegue con cierto asombro, pero también disfrutando de un momento que sabía irrepetible. Mis ojos no se apartaban del ejemplar de Azul y al fin le pedí permiso para fotografiar algunas páginas del libro.

Bueno —me dijo, tras dudar un instante, será la primera vez que se le hacen fotos. Y él mismo me ayudó a sujetar con unas pinzas las páginas abiertas mientras que yo le hacía unas fotos un tanto apresuradas con el celular.

¿Se pueden conseguir todavía en Chile ejemplares príncipe de Azul?le pregunté.

Claro. Si está interesado puede conseguir uno en torno a los dos mil dólares —me dijo.

No me parece tan caro exclamé.

Pero hay que tener paciencia. Esperar el remate de una biblioteca. En una subasta ese es el precio que se está pagando —me explicó.

Al fin pudo más en mí la curiosidad que la discreción y le pregunté.

 Dígame, entonces … ¿cuánto vale este libro?.

Pareció pensarlo unos segundos, como si estuviera haciendo una valoración mental y al cabo de unos instantes me dijo “No lo sé. Es un libro único. Nunca se ha puesto a la venta. Habría que tasarlo y luego sacarlo a subasta. Solo entonces sabríamos su precio real. Lo que un coleccionista estuviera dispuesto a pagar”.

 

Epílogo
Dos días después me hallaba en el interior de la librería El Cid Campeador, especializada en libros antiguos y primeras ediciones, situada en la calle Merced 345 y me ofrecieron un ejemplar de Azul por ocho mil dólares. Según el librero era un buen precio para un libro que estaba disponible en el momento.

Apenas cuatro meses después se subastó en la Casa de remates Eyzaguirre, en Santiago, la biblioteca del doctor Jacobo Numhaser, en  la que habíaun ejemplar de Azul de 1888 autografiado. Se adjudicó el libro por dos mil dólares y lo adquirió el bibliófilo Nurieldin Hermosilla con el propósito de regalarlo al Liceo Eduardo de la Barra en Valparaiso.

Respecto a mis dudas sobre el papel Holanda, que presuntamente era el material del libro, no he encontrado ningún especialista en papel que conozca ese tipo de material, ni algún vendedor de libros antiguos me ha podido enseñar un ejemplar de esa época que estuviera encuadernado en ese papel. Y lo he intentado en numerosas ocasiones.

Hasta la fecha he tenido en las manos ocho ejemplares distintos del Azul de 1888. Seis de ellos estaban dedicados y firmados por Darío. Siete estaban en buenas condiciones, sus hojas blancas y sin manchas. Siete habían sido reencuadernados en tapa dura y habían perdido la portada original. Uno de ellos estaba como salió de imprenta en 1888, con su portada original.


lunes, 10 de julio de 2017

Poema de Rubén Darío oculta historia galante

(Lo que va a leer a continuación es un extracto del libro "Una historia galante", que está disponible en Amazon, en su versión digital).

Mañana de domingo en Buenos Aires. Había llegado el momento de acudir al Parque Rivadavia para asistir a la famosa feria filatélica que tiene allí lugar cada siete días. Aunque no acudía buscando algo específico, supongo que me guiaba la ilusión del explorador que desea verse sorprendido ante algún descubrimiento ines­perado.

Al llegar al parque encontré, en uno de los laterales, los puestos fijos de los vendedores de libros usados y viejos. Pensé que valdría la pena acercarme hasta allí. En estos lugares es todavía posible encontrar alguna edición antigua a un precio asequible. Lo que en realidad hallé fue mucho libro de ocasión, casi todo ediciones de los años setenta y ochenta del siglo pasado, restos de las colecciones de literatura española y universal, que solían venderse por aquellos años en los kioscos de prensa. En un puesto me detuve a rebuscar entre un manojo de revistas de principios de mil novecientos. Descubrí algunos ejemplares de Caras y Caretas fechados entre 1905 y 1907. Estaban en buen estado, y tras tener un breve pero intenso regateo con el vendedor los conseguí a un buen precio.

No lejos de allí, alineadas alrededor de un árbol centena­rio, que protegía a vendedores y transeúntes con su sombra natural, se agrupaban una veintena de mesas con material filatélico y numismático. Al aproximarme podía observar la animación que ya había alrededor de las mesas, donde eran muchos los compradores y curiosos que revisaban el material  expuesto.

Siempre he pensado que tiene algo de ritual detecti­vesco el paciente proceder del coleccionista, recorriendo las mesas y examinando los álbumes, buscando entre sus páginas los sellos postales que le hacen falta para completar una serie. Un espectador ajeno lo vería así, al observar la atención con que examina los sellos con ayuda de una lupa, buscando distinguir los detalles más signi­ficativos, como la fecha, el valor facial o el motivo de la emisión.

A menudo, en esa búsqueda del sello que le falta, los colec­cionistas nos vemos seducidos por otros que nos atraen por la belleza de sus imágenes, por el momento histórico que atrapan o por el mensaje que transmiten. Ese día, como otros muchos, también fui ganado por la tentación y compré algunos sellos que buscaba y otros a cuya llamada insinuante no pude dejar de responder.

Recorrí todas las mesas, sin prisas, la mañana era larga y el lugar acogedor. Hasta que al hojear un álbum descubrí algo inesperado. Allí estaba la serie de seis sellos, que Paraguay había emitido en 1966 con la imagen de Darío. Alentado por este hallazgo busqué los otros cinco sellos, que formaban parte de la misma serie. Se identifican porque en todos ellos puede verse la  imagen de un libro abierto, con una pluma y un tintero, y sobre las páginas se leen las palabras “Paraguay de fuego”, llevando al pie la peculiar firma del poeta nicaragüense.

—¿Tiene usted los otros cinco sellos que completan esta serie? —pregunté al vendedor, un señor de avanzada edad que cubría su cabeza con un sombrero de ala.

Me dedicó una mirada curiosa, inquisitiva, tal vez tratando de calibrar el motivo de mi interés.

—Se refiere a los del correo aéreo, ¿verdad?

Alentado por mi gesto afirmativo, comenzó a examinar los álbumes que estaban desplegados sobre la mesa. Una tarea que le llevó varios minutos, en los que también rebuscó afanosa­mente en un par de contenedores de plástico, llenos de álbumes, que mantenía ocultos debajo de la mesa. Sólo después de una ardua búsqueda, tras hacer algunos gestos desalentadores con las manos y elocuentes movimientos de cabeza a uno y otro lado, pareció darse por vencido.

—Pensé que los había traído, pero definitivamente se queda­ron en casa. Es tanto el material que tengo que algunos álbumes solo los traigo por encargo.

—Me interesan mucho esos sellos —insistí

—Sí, la verdad es que no son caros pero resultan difíciles de conseguir. Claro que hay muchos coleccionistas que no valoran esta serie. No entienden el dibujo en el sello. No es algo común el dibujo de un libro abierto con tres pala­bras que, aparentemente, no tienen ningún sentido.

Hizo una pausa, observando mi reacción.

—Darío nunca estuvo en Paraguay, y aun así el país le dedicó un gran homenaje en el cincuentenario de su muerte. ¿Conoce la historia? —me preguntó.

Exactamente esa era la historia que quería conocer. Por expe­riencia sabía que los sellos postales están muy relacio­nados con la vida y con la cultura y que, a través de ellos, se pueden llegar a conocer algunos sucesos relevantes. Por supuesto que también a mí me había intrigado el por qué la administración de correos de Paraguay incluyó esas palabras en una de sus emisiones postales. Así que, cuando descubrí que eran parte de un poema de Rubén Darío, tuve el presen­timiento de que allí había una historia. Afortuna­da­mente se veía que el vendedor quería contármela, por lo que me limité a componer con los hombros y con las manos un gesto ambiguo, animándole a que prosiguiera.

—Pues es una historia curiosa, propia de la vida de Darío —prosiguió el vendedor, alentado por mi gesto—. Todo empezó aquí en Buenos Aires en 1897, cuando llegó una familia procedente de Rusia compuesta por un matri­monio y una hija muy bella, de unos veinte años, a la que llamaban Mima. Aquí intimaron con lo mejor de la sociedad bonae­rense y aunque, pasado un tiempo, se trasladaron a vivir a Asunción, no tardó en llegar la buena nueva que anun­ciaba el matrimonio de Mima con un joven de esta ciudad. Sin embargo, unos días después corrió la noticia de la repentina muerte de la joven. Fue algo devastador. Todos quedaron conmovidos, especialmente aquellos que la habían conocido. Entre estos se hallaba Rubén Darío, que compuso en su honor “La Elegía Pagana”, un bello poema en cuya primera estrofa desgrana esas tres enigmá­ticas palabras, que luego Paraguay utilizó en sus sellos.

 —¿Entonces, es cierto que Mima realmente existió? —le pregunté.

—Por supuesto —exclamó, y ahora sí que parecía disfrutar con el relato—. Esa es precisamente la parte más interesante. Darío la conoció en un baile de sociedad al poco tiempo de su llegada a Buenos Aires. El encuentro tuvo lugar en el Club del Progreso, el mejor y más selecto salón de baile de la capital. En ese momento Darío era una celebridad. Hacía solo unos meses que había publicado Prosas Profanas y Mima le pidió un ejemplar firmado del libro. El poeta había quedado impresio­nado por su belleza y a cambio le solicitó uno de sus guantes de piel. Pocos días después la joven recibía en su casa un paquete inesperado. Al abrirlo encontró el libro Prosas Profanas, dedicado y encua­dernado en piel de guante. Luego, cuando Darío se enteró de la muerte de Mima quedó desconso­lado y escribió este poema en su honor.

—¿Se sabe si alguna vez apareció ese libro y quien lo tiene ahora?

 Como buen coleccionista tenía que dar salida a mi curio­si­dad; ya que, de existir el libro, se trataría de una pieza única.

      —Esa es una pregunta muy oportuna, para la que siento no tener respuesta —me dijo.

Nos quedamos mirando durante unos segundos. Los dos sonreíamos, aunque nuestros pensamientos fueran diferentes. Sentí que me agradaba aquel vendedor. Había algo en sus ademanes que transmitía confianza

—No hay duda de que es una historia galante, propia de la época y que además encaja en la personalidad de Darío —comenté, debo decirlo, impresionado por la belleza del relato—. Es tan romántica que casi no importa si es auténtica o no, ¿…pero lo es? —le pregunté, fingiendo una sonrisa de compli­cidad, con la que pretendía alentar la confidencia.

La pregunta tenía sentido, ya que sobre la vida de Darío se cuentan muchas anécdotas, algunas de ellas inventadas y muchas otras que, aun teniendo un fondo de verdad, han sido extensa­mente noveladas.

Se echó a reír. Su risa era franca y al mismo tiempo desde­ñosa.

—Por supuesto que es cierta. Cuando era niño escuché muchas veces esta historia en mi casa. Incluso conservamos el artículo del periódico en que apareció. Mi abuelo colec­cio­naba autógrafos y anécdotas de escritores famosos y entre ellas estaba ésta que le he contado. De hecho era una de sus favori­tas.

Le compré algunos sellos, entre ellos varios nicaragüen­ses de difícil localización y, siguiendo un impulso típico del turista que busca recuerdos asociados al lugar, también me llevé los ocho sellos de la serie de 1954 dedicados a Eva Perón. Antes de despedirme, casi como un acto reflejo, me guardé en el bolsillo una de las tarjetas de presentación que ofrecía en un montoncito a un lado de la mesa.

Lo primero que hice al regresar al hotel fue buscar el poema en el Internet.

Elegía pagana

¿Sabéis? La rusa, la soberbia y blanca rusa
que danzó en Buenos Aires, feliz como una musa
enamorada, y sonrió mucho, y partió luego
a dar sol a sus rosas al Paraguay de fuego.

La rusa más hermosa de las rusas viajeras,
manzana matutina, flor de las primaveras,
diamante de los popes y perla de los zares;
la rusa que tenía su ramo de azahares
fresco para la fiesta nupcial, Mima, no existe...
Que Menalcas, llorando, rompa la flauta triste;
que en desagravio a Venus se maten mil palomas;
rómpase el vaso alegre y los frascos de aromas;
y vierta el dulce Véspero su elegía nocturna,
su elegía de oro dolorosa, en la urna
en que descansa aquella gentil carne divina.
No descansa. En el lago de la muerte patina
la regia rusa, brillan sus patines de plata
al halago lunar. Mágica serenata
hace sonar un ruiseñor en lo invisible,
y Mima es ya princesa de un imperio imposible.


La llamaron las voces de un coro de rusalcas;
partió, y echó en olvido la flauta de Menalcas,
los azahares y las tórtolas sonoras.
¿Recuerdas aquel día, amante que la lloras,
en que gozosa y orgullosa fue mi rima
encadenada al libro con un guante de Mima?
Propiciatoriamente, yo invocaba a Himeneo…
Aún veo el libro todo blanco y oro. Aún veo
una noche a la eslava que tú adoraste ciego,
digna de amor latino, como de culto griego,
pues la petersburguesa, parisiense y latina
tuvo todas las gracias, y además, la argentina.

Como la Diana de Falguière, ella ha partido,
virgen a lanzar flechas al bosque del olvido.
Como la Diana de Falguiére, blanca y pura
a cazar imposibles entre la selva obscura.

     Conforme iba leyendo el poema podía ver como todo en él encajaba con la historia que había escuchado esa mañana. Comprendí que, de alguna manera, había quedado atrapado por la belleza de la historia. Si además fuera cierta, me quedaba la curiosidad de saber qué había ocurrido con el libro que Darío le regaló a Mima.