Me
hallaba en Santiago de Chile, y decidí dedicar las primeras horas de la tarde a
buscar en las filatelias de la ciudad un bloque de cuatro estampillas de la
célebre emisión con la que, al celebrarse en 1967 el primer centenario de su
nacimiento, el Gobierno de Chile homenajeó al ilustre poeta nicaragüense. De
pronto, una información afortunada guió mis pasos hasta la tienda de un
anticuario en el barrio de Providencia. Nada hacía presagiar entonces que allí, entre
vajillas de fina porcelana inglesa del siglo XVIII, monedas españolas de plata
del tiempo de la Colonia y algunas fotografías y pinturas del Santiago de 1900,
podía encontrarse el tesoro que muchos seguidores de Rubén Darío quisieran tener.
El
Sr. Salinas, propietario de la tienda, es también un afamado filatelista y bibliófilo. Al
conocer mi propósito y mientras buscaba los sellos en una de las carpetas,
conversamos en forma distendida sobre el poeta y las circunstancias que acompañaron su estancia en
Chile. Parecía bien documentado y yo me mostraba encantando escuchando sus
anécdotas. ¿Quiere ver algo interesante?, me dijo de pronto. Respondí afirmativamente y de un gabinete
situado a su espalda sacó y puso sobre el mostrador que nos separaba, un bonito
estuche de cuero, que al abrirlo dejaba ver un interior forrado en tela damasco
y un libro que parecía antiguo pero muy bien cuidado.
—Es
la primera edición de Azul, publicado en Valparaíso en 1888 —me
explicó.
Nunca
había tenido en las manos un ejemplar de la primera edición, así que, con
evidente cautela, lo saqué del estuche y comencé a hojear las primeras páginas. Me llamó la
atención lo bien cuidado que parecía encontrarse.
—Las
hojas se ven muy blancas, limpias, sin las típicas manchas que deja el paso del
tiempo —comenté,
mientras en un gesto espontáneo acariciaba entre el índice y el pulgar una de
las hojas, comprobando la textura y el grosor.
—Eso es porque la
impresión se hizo en papel Holanda —me explicó.
—¿Y eso le da más valor? —pregunté
delatando mi ignorancia sobre el asunto.
Me
enseñó una inscripción impresa en la tercera página del libro en la que podía
leerse “De este libro se han tirado veinte ejemplares en papel Holanda,
numerados del 1 al 20. Un ejemplar en papel Japón.”
—Aquí en
Chile la opinión más extendida entre los bibliófilos era la de que Darío nunca
había imprimido en papel Holanda y mucho menos en papel Japón, debido al precio
tan elevado que tenían esas impresiones.
—Pero este ejemplar es
uno de los veinte que estarían hechos con ese tipo de papel —busqué su confirmación.
—Así es. Corría el rumor
de que, si no los veinte, sí que hizo algunos en este tipo de papel, pero
nunca se había encontrado uno de ellos. Hasta la década de 1950, casi setenta
años después, en que apareció este ejemplar en una colección privada. —hizo una pausa,
como para dar más énfasis a sus siguientes palabras, y luego prosiguió con sus
explicaciones—Este ejemplar nunca salió a la venta en una subasta. Lo
han tocado muy pocas manos, por eso está en tan excelente estado de
conservación.
—
Posiblemente fuera un regalo que he hizo Darío a alguno de sus mecenas. Él
mismo cuenta en su autobiografía que Federico Varela, a quien dedica el
libro, pagó los costos de la edición de
Azul —comenté, buscando una explicación.
—Esa
es la versión más extendida, pero no quiere decir que sea cierta. Al menos no
completamente cierta. Parece que entre varios de sus amigos consiguieron
recaudar una cierta cantidad de dinero, pero que no llegaba a cubrir todos los
gastos de la edición.
—La
única pega que se le puede encontrar al libro es que éstas no son las cubiertas
originales —le
dije, señalando las cubiertas de tapa dura enteladas con las que habían vuelto
a encuadernar el libro.
—En la década de 1930 era costumbre reencuadernar los libros para protegerlos o buscando
una cierta uniformidad al consolidar una biblioteca Pero en este caso ese
detalle apenas importa, teniendo en cuenta que es el único libro de estas
características que existe —me explicó.
En
mi mente rondaban algunas dudas. Resultaba raro que, tratándose de un obsequio
hecho a una persona especial no estuviera dedicado y firmado por el poeta. La
única dedicatoria que había en la página de cortesía era la del poseedor del
libro en los años 50, dirigida a la persona a quién era ofrecido. Tampoco pude
identificar la esperada numeración del ejemplar, anunciada en la apostilla
impresa. Por respeto no le comenté mis dudas. Era el primer ejemplar príncipe de
Azul que veía y mi interlocutor era un especialista en la materia al que había que dar credibilidad,
considerando que era un reconocido miembro honorario
de la Sociedad Bibliográfica de Chile.
—Lo cierto es que solo colecciono autores
chilenos —continuó explicándome —. Mistral,
Neruda, Edwards, pero en algún momento decidí incluir también a los escritores
que publicaron en Chile. Por eso tengo a Rubén Darío y a Alonso de Ercilla.
Para
dar fuerza a sus palabras fue sacando uno a uno, del gabinete situado a su
espalda, todos los ejemplares primeras ediciones que tenía de Darío: Emelina,
Rimas y contra rimas.
—Y Gotas
de absintio, porque el prólogo es de Darío —-añadió mientras abría el libro
para mostrarme ese detalle.
Observé que todos estos ejemplares tenían las hojas tostadas por
el paso del tiempo, presentando manchas irregulares, algo natural en el papel
fabricado con pasta de madera, que ya era de uso corriente en esos años debido
a su bajo costo.
Naturalmente
asistía a aquel vistoso despliegue con cierto asombro, pero también disfrutando
de un momento que sabía irrepetible. Mis ojos no se apartaban del ejemplar de
Azul y al fin le pedí permiso para fotografiar algunas páginas del libro.
—Bueno
—me dijo, tras dudar un instante—, será la primera vez que se le hacen fotos. Y él
mismo me ayudó a sujetar con unas pinzas las páginas abiertas mientras que yo
le hacía unas fotos un tanto apresuradas con el celular.
—¿Se
pueden conseguir todavía en Chile ejemplares príncipe de Azul? —le
pregunté.
—Claro.
Si está interesado puede conseguir uno en torno a los dos mil dólares —me dijo.
—No
me parece tan caro —exclamé.
—Pero
hay que tener paciencia. Esperar el remate de una biblioteca. En una subasta ese
es el precio que se está pagando —me explicó.
Al
fin pudo más en mí la curiosidad que la discreción y le pregunté.
—Dígame, entonces … ¿cuánto vale este libro?.
Pareció
pensarlo unos segundos, como si estuviera haciendo una valoración mental y al
cabo de unos instantes me dijo “No lo sé. Es un libro único. Nunca se ha puesto
a la venta. Habría que tasarlo y luego sacarlo a subasta. Solo entonces
sabríamos su precio real. Lo que un coleccionista estuviera dispuesto a pagar”.
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