El misterio de la Elegía pagana
(Lo que va a leer a continuación es un extracto del
libro "Una historia galante", que está disponible en Amazon, en su
versión digital)
Aquella mañana, mientras iba camino de la
Biblioteca del Congreso Argentino, seguía resonando en mis oídos la historia
que me contara el vendedor de sellos postales, apenas veinticuatro horas antes,
en el Parque Rivadavia. Según el relato
todo había comenzado el día en que Darío y Mima, una bella joven de origen
ruso, se encontraron en el Club del Progreso. Ella le había pedido que le
regalara su último libro de poemas y él había solicitado a cambio uno de sus
guantes. Pocos días después se había recibido en casa de Mima el libro Prosas
Profanas, dedicado y encuadernado en piel de guante. Semanas después Mima
falleció y Darío, embargado por la pena, había escrito el poema Elegía Pagana.
Al llegar al edificio donde se halla la
Biblioteca del Congreso, opté por utilizar el acceso de la calle Alsina. Allí, en
la planta baja y al fondo de un largo pasillo, se encuentra la sección de la
Hemeroteca donde se guardan los diarios más antiguos. Tuve que identificarme en
la recepción y luego inscribirme en el registro de lectores para tener acceso a
la sala de consultas. El lugar, sin pretender ser acogedor, transmitía una sensación de calma que parecía
predisponer al trabajo de investigación. Una larga pared de cristal le separaba
de un patio interior, del que recibía un gran caudal de luz natural.
Iba con la idea preconcebida de que me
iban a facilitar el acceso a los diarios originales en papel o, lo que aún era más práctico, podría consultarlos a través de su versión digitalizada. Mi
primera sorpresa se produjo cuando, al recibirme, me preguntaron por el nombre
de la publicación y la fecha que quería consultar.
—Busco todo lo relacionado con Rubén
Darío y el club del Progreso —les dije.
Con palabras rutinarias me explicaron
que los diarios de esa época no estaban digitalizados y no se podían consultar
los originales debido a su estado de fragilidad. La única manera posible de
acceder a ellos era a través de los rollos de película, en donde se habían
microfilmados, que comprendían aproximadamente las ediciones de tres meses. Así
que era necesario que les proporcionara una fecha.
—Entre julio y septiembre de 1897 —me
aventuré a decir. Aquello era lo más que podía aproximar mi búsqueda.
Con esa única opción el proceso de
consulta era cuando menos farragoso. Se necesitaba mucha paciencia y un buen
dominio del lector de microfilm para acceder a los artículos. Solo cuando se
conoce el día exacto en que algo ha sido publicado, es relativamente sencillo
encontrarlo, una vez que se adquiere práctica manejando los controles; pero
buscar algo al azar puede ser bastante frustrante.
El personal de la Hemeroteca, siendo conscientes
de la dificultad que tenía para un principiante el manejo de la máquina, procuraba
ayudar en todo el proceso, cargando los rollos de microfilm, enseñándome a
manejar las palancas para desplazar la cinta y para ampliar los contenidos, y
en último término asumiendo la tarea de realizar las impresiones con el
propósito de conseguir un enfoque claro y preciso.
—¿Sucede con frecuencia que alguien venga
buscando documentos de Rubén Darío? —le pregunté a la persona que me atendía mientras
estaba ocupada cargando el rollo de película.
—Es difícil saberlo. Por lo general, llegan
solicitando un diario y una fecha precisa. Pero, ahora que lo pregunta, hace
unos tres años vino un profesor de Rusia que se presentó como usted, diciendo
que quería consultar algunos artículos sobre Darío. Durante tres semanas estuvo
viniendo todos los días. Pasaba aquí las mañanas revisando microfilms. De hecho
repasó todos los periódicos argentinos de la década de 1890.
—¡Vaya, que interesante! ¿Y buscaba algo
en especial?
Rebobinó la película y volvió a
instalarla, ya que la primera vez que lo intentó había quedado desencuadrada.
—Pues sí. Le interesaba lo relacionado
con un tal Grotkofsky. Me acuerdo del nombre porque me resultó curiosa la
manera en que él lo pronunciaba. Parece que encontró algo sobre Fernando de
Grotkofsky y decidió viajar a Santa Fe. Allí también hay una buena hemeroteca.
—Qué curioso —comenté—. Nunca antes
había escuchado ese nombre, hasta ayer que lo vi escrito, precisamente en un
libro sobre Darío. ¿Les dio alguna explicación del por qué le interesaba esa
persona?
Había comenzado aquella conversación sin
otro motivo que “romper el hielo” y ahora había llegado a un punto en que
estaba realmente interesado en conocer más sobre esa historia.
—El primer día nos enseñó un poema de
Darío. Lo traía escrito en el cuaderno y quería saber si lo habíamos visto
publicado en algún diario de la época. Se llamaba algo así como “Oda Pagana”.
Me pareció hermoso. Luego nos dijo que estaba haciendo una investigación sobre
ese poema. Que Darío lo había escrito en honor a una muchacha de origen ruso.
Sin duda se trataba del poema “Elegía
Pagana”. Por tercera vez en tres días había vuelto a tropezar con aquella
historia. Ya no podía considerarlo una simple casualidad. Entre el poema y yo
se empezaba a establecer un vínculo emocional.
—¿Y más adelante volvieron a saber de
él, del profesor? —le pregunté.
—Pues no. Habló de que luego quería visitar
Paraguay. Allí esperaba encontrar más información.
Terminó de cargar la película y maniobró
hasta situar en la pantalla el mes de julio de 1897.
—Ahí tiene —me dijo, señalando la
pantalla—. Suerte con la búsqueda.
Moví los mandos en uno y otro sentido,
para comprobar la sensibilidad del aparato y ejercitarme en su manejo. Luego fui pasando
las hojas, leyendo solo los encabezados de los artículos. No encontré lo que
buscaba. En el diario correspondiente al 6 de julio había un artículo sin firma
en el que se informaba que en el teatro Odeón se había realizado un homenaje de
despedida a María Guerrero, donde la excelsa actriz española leyó entre otros
poemas uno de Rubén Darío. Más adelante, en el diario del sábado 10 de julio,
había un poema firmado por Darío, con el título Oda a la República Argentina.
Después de casi dos horas, durante las
que revisé dos microfilms completos, siguiendo con la vista clavada en la
pantalla el paso de docenas de columnas periodísticas, ya tenía claro que, o
definía otra estrategia de búsqueda, o por ese medio era poco lo que iba a
conseguir.
Solicité la ayuda del personal de la
Hemeroteca para imprimir los dos artículos que me habían llamado la atención.
Tenía curiosidad por ver como lo hacían y con qué resultado. También porque suponía una nueva ocasión para conversar con ellos y propiciar que me hablaran de su experiencia en las búsquedas relacionadas con Rubén Darío.
—Así que le interesan los artículos
publicados por Darío —me dijo.
—No exactamente. Solo trato de entender
como era y lo que hacía en 1897. Ese es el año en que probablemente escribió la
Elegía Pagana.
—Nunca había oído hablar de ella, hasta
que…
—Hasta que llegó el profesor ruso —le
ayudé a terminar la frase, que había dejado inacabada mientras maniobraba el
mando de impresión.
—Algo debe tener esa poesía. Habrá que
leerla. Mi trabajo final de licenciatura versaba sobre las influencias
literarias en la obra de Leopoldo Lugones. Eso me llevó a analizar su relación
con la obra de Darío.
—¿Y qué descubrió?
—Pues, sintetizándolo mucho, que Lugones
siempre supo a donde quería llegar y al conocer la poesía de Darío confirmó que
estaba en el buen camino.
Me pareció que ya era bien poco lo que
podía encontrar allí. La única novedad, relativamente interesante, que había
aportado aquella visita era el descubrimiento de que había alguien más
interesado en la Elegía Pagana y en la búsqueda del libro. Alguien que además
parecía ser una persona cualificada, con un interés profesional en el caso, a
quien se le podía suponer en posesión de algún conocimiento preciso sobre la
existencia real de los personajes. Cómo explicar que hubiera decidido realizar
aquel viaje, hasta el otro lado del mundo, si no tuviera una base sólida de
información. A mí me servía reconocer lo insólito de este hecho como estímulo
para seguir buscando. Al menos me ayudó esa mañana a superar la frustración, de
no haber podido establecer la presencia de los dos protagonistas de la historia
en el Club del Progreso.
Más allá de esta inesperada novedad, lo
cierto es que, de mi reflexión sobre los datos conocidos, iban surgiendo
algunos interrogantes de difícil respuesta. Por ejemplo, no podía entender el
por qué, si todos los críticos coincidían en la belleza del poema y nadie
planteaba dudas sobre su autoría, habían transcurrido más de veinte años hasta
que se dio a conocer. Se podía pensar que tal vez hubo una voluntad de
ocultarlo intencionalmente. Aunque de ser así, no podía imaginar con qué
propósito; ya que, a la luz de las circunstancias conocidas, no parecía haber
nada en el poema sobre lo que montar alguna perversa conjetura, menos aún una
teoría mínimamente sustentada que apoyara esa intención. Era como si, en el
pergamino ológrafo de la historia, hubiera un agujero negro que abarcaba el
periodo entre 1898, la fecha probable en que se escribió el poema, y 1921, el
año en que los datos apuntaban a que se había publicado por primera vez.
Sin salir de la Biblioteca del Congreso,
en la sala dedicada a las búsquedas en Internet, consulté en la hemeroteca
digital de la BNE. Aquí, variando los indicadores de búsqueda, a veces guiado solo por la intuición, fui descubriendo algunos datos interesantes. Según la revista La Esfera, de Madrid, publicada en
mayo de 1921, y que relata la historia del libro de Prosas profanas
encuadernado en piel de guante, la familia rusa que llegó a Buenos Aires en
1897 eran los Bruville de Grotkofsky. Eso explicaba el interés del
investigador ruso por los Grotkofsky en Argentina. Pero aún quedaban muchos
cabos sueltos.
Quizás el que, a mi juicio, resultaba más sorprendente era por qué el poema estaba en poder de Arsenio López Decaud. Ya que hay constancia de que su primer y único encuentro con Darío fue en
1906. Ocurrió durante la celebración de la III Conferencia Panamericana que
tuvo lugar en Rio de Janeiro, a la que el paraguayo acudió como delegado de su
país. Esta circunstancia desencadenaba una serie de preguntas necesarias: ¿Fue allí
donde Arsenio conoció de la existencia del poema? Y si fue así, ¿Entonces, en
qué momento se escribió realmente la Elegía
Pagana?
La conversación casual y casi anecdótica
que mantuve con el vendedor de sellos en el parque Rivadavia, se convertía ahora,
a tenor de la nueva información que había ido surgiendo, en una fuente posible
de nuevos y decisivos datos sobre la historia de la “Elegía Pagana”.
Instintivamente me llevé la
mano al bolsillo trasero del pantalón. Allí estaba la tarjeta de presentación con
su nombre, la dirección y el teléfono.
Intuía que, si quería
profundizar en aquel enigma, debía intentar conocer lo que había
ocurrido en Paraguay, y que tal vez en la colección de recuerdos del vendedor
de sellos podía encontrar alguna pista. En ese momento no podía imaginar el
nuevo sendero, lleno de descubrimientos inesperados, por el que iba a transitar
esta historia.
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