lunes, 21 de enero de 2019

La sonatina de Rubén Darío, una historia más allá del poema

(Extracto del libro "Una historia galante", que puede encontrarse en Amazon, en versión digital)

Esta escena se desarrolla en la plaza Dorrego, en Buenos Aires.

Después de que el camarero trajo la cerveza que le había pedido, y bebí un par de tragos para refrescarme, me dispuse a revisar mi nueva adquisición. El título del libro, “Para Hipsípilas”, volvió a llamarme la atención; me parecía exótico y sugerente, aunque no entendía su significado. El autor no animaba mucho a la lectura cuando, ya en el prólogo, señalaba que entre los poemas de Rubén Darío, rescatados del olvido, había alguno de gran calidad, pero eran mayoría otros cuyo único valor estribaba en documentar una faceta de la vida del poeta, muy dado a complacer a sus posibles mecenas y aduladores, dedicándoles olvidables versos de ocasión que, con el paso del tiempo, iban apareciendo en abanicos y tarjetas postales.
Y ciertamente, nada veía en el libro que despertara mi interés, hasta que, al pasar una página, descubrí una poesía que me pareció realmente inspirada. Su título era Elegía Pagana, y hablaba de una bella mujer fallecida en plena juventud. Definitivamente lo que me llamó la atención fue un verso al final de la primera estrofa que decía “Paraguay de fuego”. Recordé que eran las mismas palabras que pueden leerse en un sello postal que el país guaraní emitió en 1966, en homenaje a Rubén Darío, con el propósito de conmemorar el cincuentenario de su muerte.
De pronto, mientras estaba leyendo el poema, sentí una presencia extraña a mi lado. Levanté la vista y le vi parado ante mí. Era un hombre de unos cuarenta años, de frente alargada y escaso cabello, con una espesa barba gris y, en medio de la cara, una nariz ancha de punta redonda, que le daba un aspecto extraño pero confiable. Llevaba un lote de libros en las manos. Me ofreció uno sin decir palabra y esperó a mi lado, observándome. Era un libro de poesía. En la contraportada podía verse una pequeña foto suya junto a una breve descripción del contenido. Por curiosidad, pero más por cortesía, fui pasando algunas páginas, incluso leí varias estrofas salteadas. Las poesías hablaban de temas eternos, como la naturaleza, el ser humano, el amor y la esperanza. Nada nuevo o sorprendente. 
Mientras yo trataba de ocultar mi incomodidad tras una sonrisa vacía, él se quedó mirando con evidente curiosidad el libro que había dejado sobre la mesa.
—¿Le gusta la poesía de Rubén Darío?
—Él era bueno manejando imágenes. Aunque lo más característico de su poesía era la búsqueda constante de un efecto musical. Así que el color, la sonoridad y el ritmo eran esenciales en su obra —prosiguió, sin darme tiempo a responder—. Fíjese en esta palabra —me señalaba el título del libro que había comprado minutos antes—, “Hipsípila”. Es mu posible que  Darío la utilizase en su poema la Sonatina porque le gustó el sonido trifónico de la i en esa palabra, muy adecuado para la i bifónica de la palabra crisálida, y eso le permite completar este verso tan icónico: ¡Oh, quién fuera hipsípila que dejó la crisálida!  Utiliza esta licencia literaria para lograr una armonía sonora tanto en el verso como en el poema. Y luego continúa con el siguiente verso: (la princesa está triste, la princesa está pálida). Son los dos únicos versos del poema con terminación esdrújula. Y eso no es casual.
—Conozco la historia. En la mitología griega, Hipsipila era una reina de la isla de Lemnos, que da nombre a una obra de Eurípides. Luego Darío tomó esa palabra en el lugar de mariposa para realzar la sonoridad del verso —comenté.
—Esa es solo una media verdad. Quienes han circulado esa versión no conocen realmente la forma de escribir de Darío  —me dijo con una sonrisa enigmática.
—¿Y cuál es el resto de la verdad? —Le pregunté, ahora realmente intrigado.
—Hypsipyla es el nombre latino de una mariposa, fea e insignificante, cuyas larvas se crían en el interior de maderas preciosas. Se la conoce como polilla barrenadora, pero de todas maneras una mariposa. Algo que, sin duda, Darío conocía y que utiliza para hacer aún más dramático el llamado de la princesa. No es casual la similitud entre el palacio con una rueca de plata en donde ella vive y el tallo de la caoba o el cedro en donde vive la larva.
Se me quedó mirando fijamente, como alentando mi opinión.
—Entonces, Darío se refiere a esta mariposa y no a la reina de Lemnos —comenté.

—Exacto. Quien sí tomó el nombre de la reina griega fue el entomólogo que bautizó a la mariposa al clasificarla en 1848.
Se me quedó mirando fijamente, como alentando mi opinión.
—¡Vaya, si que es interesante!
Eran palabras de ocasión, pero en aquel momento no se me ocurrieron otras para mostrar mi interés.
—Sí que lo es, y mucho más si se piensa que, en el ideario griego, la mariposa simboliza el alma. Entonces descubrimos que en el verso hay un mensaje oculto: el alma puede escapar de su crisálida (el cuerpo), por medio de una metamorfosis. —Esperó unos segundos para ver mi reacción—. En realidad el poema no es tan intrascendente y decorativo como muchos se piensan, sino que está lleno de claves ocultas.
—Fascinante y… ¿dónde hay otra clave? —le pregunté.
—El propio poema tiene una segunda lectura si lo vemos como una metáfora. Fíjese en el primer verso, cuando dice “La princesa está triste… ¿qué tendrá la princesa?”; si lo tomamos de manera literal, pareciera que es solo un recurso sonoro, donde lo que importa es la armonía que se logra con las palabras, y entonces el contenido es algo intrascendente. Pero adquiere un sentido bien diferente cuando se advierte que el poeta realmente está interrogando a su propia alma, a la que siente noble, inocente y prisionera, precisamente las características que los cuentos atribuyen a las princesas.
—Nunca lo había visto así. Siempre pensé, que la intención del poema era expresar el deseo que tiene una mujer adolescente de amar y ser amada.
—Eso es lo evidente. Pero, en realidad lo está utilizando como una figura alegórica. Es la expresión de lo espiritual a partir de su esencia femenina —se apresuró a corregirme, aunque pude detectar una benévola indulgencia en su tono de voz—. Si nos centramos en lo fundamental veremos que hay dos momentos crucia­les. El primero ya lo señalé, cuando advierte que el alma puede liberarse en un proceso similar al de la metamor­fosis de la crisálida. A lo largo de su obra, Darío fantasea con la posibilidad de transcender las limitaciones del cuerpo sin necesidad de morir, alcanzando un estado superior del ser. En el poema Venus, escrito cinco años antes, lo anticipa cuando, posiblemente inspirado en la ausencia de su primera esposa, Stella, escribe: mi alma quiere dejar su crisálida y volar hacia ti.
—¡Venus! Cuando lo descubrí me pareció un hermoso poema —opiné, en un tono de voz que revelaba cierta nostalgia.

—Es, tal vez, el poema fundacional del modernismo. Lo incluyó en la segunda edición del libro Azul. 
—¿Y el segundo? —le animé a proseguir.
—Al final del poema, cuando el poeta resuelve la situación poniendo el énfasis en la capacidad liberadora, a la vez que transformadora, del amor. La solución viene con el caballero que llega de lejos, el vencedor de la muerte. Es el amor. Solo este sentimiento tan noble, puede acabar con la angustia y la soledad de una persona.
—Ese parece ser un referente en toda su obra. Hay como una necesidad de amar y ser amado ——me aventuré a decir.
—Todas las personas —hizo una pequeña pausa, mientras movía levemente la cabeza a uno y otro lado, entrecerrando los párpados, como si estuviera considerando lo acertado de sus propias reflexiones—, tal vez todos los seres vivos tenemos esa necesidad. Pero él es un poeta y siente que el amor, que tanto ensalza en su obra, está fuera de su vida. Y lo busca, a veces lo intuye y a menudo se ilusiona con haberlo hallado en cada nuevo encuentro. El resultado, en una persona con su enorme sensibili­dad, puede ser una fuente continua de angustia y soledad.
—¿Piensa que esa fue la base de su inspiración?
Se quedó pensativo unos segundos y luego se encogió de hombros en una forma en que parecía devolverme la pregunta.
—No lo expresaría de esa manera. Fueron temas que, con cierta frecuencia, estuvieron presentes en su obra y supongo que en algún caso le servirían de estímulo —hizo una pequeña pausa como si con ello quisiera señalar la importancia de lo que iba a decir a continuación—. Lo que en verdad distingue a Darío es que era un poeta muy intuitivo, con una sensibilidad extrema, pero a la vez muy exigente con su trabajo. El poeta sabe que la palabra es su instrumento. Pero, en esencia la palabra es un sonido con significado. Por eso al escribir se afana en cuidar al máximo ambos componentes. Aunque, como está conven­cido de que solo la música tiene la capacidad para expresar la armonía del universo y quiere conseguir lo mismo a través de la poesía, se esfuerza en dotar al poema de una estructura métrica musical. La Sonatina es el mejor ejemplo de esa búsqueda. Ello hace que este sea un poema para ser oído y no tanto para ser leído en silencio. Sé que la comparación puede parecer atrevida, pero en este caso estamos ante la misma diferencia que hay entre leer música y escucharla.
—¿Por qué?
—El patrón en que están acentuados todos los versos lo convierten en un prodigio rítmico. En este poema, como en ningún otro, consigue que cada verso sostenga la melodía, el ritmo y el tempo en consistencia tonal. Por esa razón requiere una interpretación que tenga en cuenta su carácter musical, donde la voz y la destreza del intérprete resultan fundamentales.
Continuó hablando, alargando sus explicaciones con  algunos ejemplos, sacados de la obra de Darío, que pretendían corroborar sus comentarios. En algún momento, sin ser plenamente consciente de ello, empecé a perder interés en la conversa­ción, dejé de escucharle y me sumergí de nuevo en mis inquietudes que estaban muy alejadas de aquel lugar. Debieron transcurrir algunos segundos ya que, cuando salí de aquella aturdida ensoña­ción, advertí que aún tenía el libro en la mano y él estaba mirándome como si esperase una respuesta
Dejé su libro encima de la mesa.
 —¿Lo va a comprar? —me preguntó.
—Me parece interesante, pero no, gracias.
Sostuve su mirada apenas unos segundos, el tiempo que consideré necesario para asegurarle lo definitivo de mi decisión y luego desvié la vista hacia lo que ocurría en el centro de la plaza. Observé de reojo como recogía sus libros, se levantaba y se alejaba en busca de otros posibles compradores.

martes, 15 de enero de 2019

Ruben Darío, autor teatral

El 30 de julio de 1912, el diario La Nación publicó el siguiente suelto: "Nuestro corresponsal de Montevideo  (Enrique García Velloso) transmitió hace días la noticia de que Rubén se había comprometido con el empresario Guillermo da Rosa a escribir un poema dramático para la actriz española Rosario Pino. Sabíase hasta ahora que el poeta había dado cita en París al susodicho empresario a objeto de combinar todo lo referente a la 'mise en scene' de su obra y que inmediatamente comenzarían en Madrid los ensayos de la misma bajo la dirección de la señora Pino”.

Sorprendente noticia, que requiere alguna explicación sobre la manera en que se gestó ese compromiso y cuáles fueron las circunstancias que lo hicieron posible. En esas fechas Darío se encontraba en Uruguay, en su viaje de promoción de la revista Mundial, acompañado por el editor Adolfo Guido. Aprovechando su estancia en la capital, El Ateneo  le ofreció una recepción el 17 de julio, en la que leyó su Canto a Montevideo, mientras que la actriz española Rosario Pino, que se encontraba entre los participantes, recitó el prólogo de Los intereses creados, de Jacinto Benavente.

La amistad entre Darío y Rosario Pino, se había ido consolidando a través de la relación de amistad que ambos mantenían con Jacinto Benavente; ya que por un lado el dramaturgo fue el primer amigo de Rubén a su llegada a España a finales de 1898, mientras que Rosario Pino era la actriz predilecta de Benavente, a la que siempre daba a estrenar sus obras. Hay que esperar que en este encuentro en Montevideo entre el poeta y la actriz hablaran de sus amigos comunes y recordaran las circunstancias en que se conocieron en 1899, cuando Rosario Pino junto a Jacinto Benavente y varios amigos mas deciden ayudar a Valle-Inclán, otro compañero habitual de Darío, a poner en escena la que fue su primer obra dramática, Cenizas, con el fin de procurar fondos para comprarle un brazo ortopédico que supliera su recién perdido miembro. El estreno fue un fracaso de público y Valle-Inclán nunca usó el brazo que le regalaron.

Pero, a pesar del fracaso de sus primeras obras, Valle-Inclán no cejó en su empeño de escribir para el teatro; y precisamente entre 1910 y 1912 estaba estrenando tres obras nuevas en distintos locales de Madrid.

Además estaba reciente el artículo que Jacinto Benavente, por cuya obra teatral sentía Darío una profunda admiración, había publicado defendiendo la pluralidad de formas en el género dramático, y donde hacía un rotundo llamamiento a los poetas para que se incorporaran al ámbito teatral, reivindicando el legado de Shakespeare, para así evitar que el teatro fuera engullido por el estilo más directo del cinematógrafo, argumento que Darío le había podido escuchar en las frecuentes tertulias mantenidas en los cafés madrileños.

Todas estas coincidencias, se hicieron patentes en su conversación con la actriz y parece que estimularon de nuevo en el poeta nicaragüense su deseo de escribir una comedia. Algo que queda reflejado en el mismo artículo de prensa, que continúa diciendo: “Rubén Darío escribirá una obra de teatro en el más amplio sentido de la palabra. No será un poema que finque su éxito en el elemento verbal ni en la musicalidad de las tiradas. Su obra tendrá interés dramático; vale decir que habrá en ella asunto, conflicto y situaciones. Ya se ha dicho que se titulará el poema La princesa está triste, y que el tipo de la protagonista surgirá transfigurado de la deliciosa composición que con el título de "Sonatina" figura en Prosas profanas. La acción se desarrollará en Andalucía durante los últimos años de la dominación musulmana. En aquel escenario suntuoso, lleno de vistosidad cautivante, crea el conflicto pasional de su poema Rubén Darío. El prólogo, que ya está escrito, resulta un alarde de poeta, dueño de un idioma que le responde íntegramente a la musicalidad de los ritmos más extraños. La obra se dividirá luego en tres actos, llenos de interés dramático, de gracia poética y de emoción, según se afirma. En Buenos Aires, pondrá Darío la sacramental frase "telón" a La princesa está triste. Su deseo es hacer teatro poético a la manera de Zorrilla, esto es, fundiendo los prestigios líricos con el interés escénico y supeditando la tirada a la situación ficticia que rompe la unidad del asunto".

El mismo Enrique García Velloso vuelve a incidir en este asunto  cuando publica en la revista Caras y caretas, n. 722, del 3 de agosto de 1912 la siguiente reseña: “Desde que Rubén Darío prometió a Rosario Pino escribirle una obra dramática, se está discutiendo en los círculos literarios de aquí (Buenos Aires) y de Montevideo si el admirable portalira de Cantos de Vida y Esperanza sabría triunfar en el teatro”.

Algunos autores señalan que el propio García Velloso colaboraría en la obra, como parece sugerir la carta que el poeta, le escribe un viernes de agosto desde Adrogué: "Mi querido Enrique: Para reposo justo, me he venido a casa de Mr. Vale. Lo sabe por cualquier cosa que sea precisa. El suelto de La Nación ha estado muy bien; pero El Diario hasta este momento no ha dicho nada. No descuide lo que es de su absoluta autocracia: es decir, teatro y detalles, porque, innegablemente, es V. para ello el único. Creo, si Dios quiere, que mañana, no será mal día. Hasta pronto. Suyo. Rubén Darío". Incluso llegan a señalar que ambos habían ya precisado la época en que transcurriría la acción, sobre su ambiente y el estilo que convenía a la versificación del poema dramático, ya que  Rubén Darío aceptaba de buen grado los consejos de García Velloso, a quien consideraba, como hombre de teatro, dueño de los secretos del oficio y en quien reconocía su alta dignidad.

Todavía el diario de Madrid,  El imparcial, publica un suelto en su número del día 8 de enero de 1913, cuatro meses después, en el que señala que: “La compañía Rosario Pino emprenderá muy pronto su excursión por más allá de las fronteras españolas y se presentará, al público parisiense en el teatro de la "Renaissance», donde estrenará una obra en verso de Rubén Darío”.

Los motivos por los que nunca se estrenó la obra hay que buscarlos en el hecho de que nunca hubo constancia de que se llegara a escribir.

Algunos datos de interés:

- Rosario Pino, nacida en Málaga en 1871, fue una de las más brillantes actrices del primer tercio del siglo XX en España.

-  Benavente fue un dramaturgo español de gran éxito, renovador del teatro en español y premio nobel de literatura.

- Enrique García Velloso fue un dramaturgo argentino, director de cine, director de teatro y guinista. Llegó a escribir más de cien obras teatrales. 

- Ruben Darío, estrenó una obra teatral de juventud, titulada Cada oveja..., que se ha perdido.

- Juan José de Urquiza, en el libro La amistad de Rubén Darío y Enrique Garcia Velloso, ofrece algunos datos interesantes sobre esta historia.

miércoles, 9 de enero de 2019

Historia de la glorieta de Rubén Darío en Madrid

    El 12 de octubre de 1922 el Ayuntamiento de la capital de España inauguró, en una ceremonia llena de suntuosidad, la glorieta dedicada al poeta Rubén Darío. Pero lo que pudiera parecer un acontecimiento “normal” en una ciudad que estaba entonces en plena expansión y que siempre se distinguió por recordar en sus calles los nombres de sus hijos ilustres, estuvo en esta ocasión rodeada de una serie de circunstancias que parecen sacadas del argumento de una novela histórica.

   Bastaría con leer el excelente artículo que Ramón Gómez de la Serna, el ilustre cronista de Madrid, publica el 6 de octubre en El Liberal, donde aplaude el gesto del Ayuntamiento de Madrid, para entrever lo peculiar de aquella ocasión.

   “Está muy bien elegido el sitio –escribe Gómez de la Serna-- y, además, está muy bien que sea una glorieta la que corresponda al poeta. Una plaza es de una ciudadanía sin intimidad y una calle es algo atropellado y de espesa transeuntería. Las glorietas son para los poetas.

    Lope de Vega, estatuado y aprendiéndose de memoria inacabablemente no se sabe qué libreto de sus innumerables comedias, se ha sentido satisfecho de que la glorieta, que en el fondo es suya, lleve el nombre del excelso poeta. Pero lo que es un acierto último, insuperable, es dedicar el Cisne a Rubén Darío, pues merece esa ofrenda, que nos hubiera hecho clamar al cielo si hubiera sido ofrendada a cualquier otro; pues esa glorieta del Cisne recuerda una preciosa fuente que Gustavo Doré dibujó con dramática maestría y en la que el cisne lanzaba, bajo hermosos árboles, el poema del agua que le ahoga, agua lírica que la Luna tallaba con su Iuz muchas noches”.

   Hasta entonces tanto la glorieta como la calle que le daba acceso, habían tomado su nombre de la Fuente del Cisne, que estaba situada doscientos metros más abajo, en la entrada desde la Castellana, arteria principal de Madrid. Era una fuente compuesta por una columna de breve fuste que sostenía una taza semiesférica que servía de pila, coronada en el centro por un grupo escultórico que representaba un cisne de plomo, en la agonía de ser devorado por una serpiente, mientras lanza chorros de agua por el pico.

   Otro detalle que anuncia la crónica de Gómez de la Serna es que la glorieta ya estaba habitaba por una estatua de bronce dedicada a Lope de Vega, representado de cuerpo entero, con su hábito sacerdotal, en actitud ensimismada corrigiendo uno de sus escritos. La escultura era obra de Mateo Inurria, y había sido colocada allí en 1908.

   El día 12 de octubre de 1922, todos los diarios de Madrid dan cuenta, en sus ediciones vespertinas, de la procesión cívica que tuvo lugar aquella mañana, con el doble propósito de rendir homenaje al almirante Colón y proceder a inaugurar con una espléndida ceremonia la glorieta dedicada al poeta Rubén Darío.

   Cuentan las crónicas que “...En el Paseo de Recoletos, se habían reunido más de mil niños de las escuelas municipales y nacionales de Madrid, acompañados de sus maestros y llevando al frente sus estandartes. Se hallaban presentes el Ayuntamiento y la Diputación representados por el  alcalde, conde de Valle Suchil, varios concejales y el vicerrector de la Universidad, así como algunos embajadores americanos. Desde allí la comitiva se puso en movimiento, encabezada por una sección de la Guardia Municipal montada. Al llegar a la estatua de Colón depositaron los niños ramos de flores. Desde allí se dirigieron por la Castellana y calle de Martínez Campos a la Glorieta del Cisne. En la glorieta se hallaba formado un escuadrón de la Guardia Municipal, de gran gala, dando frente a la casa en construcción de D. Miguel Maura, en la que se había colocado la lápida monumental, de mármol y bronce, que da el nombre de Rubén Darío a la glorieta, obra del joven y laureado escultor D. Rafael Vela del Castillo, y que permanecía cubierta por una bandera con los colores nacionales. La Banda Municipal, que también estaba presente, ejecutó varias composiciones de músicos españoles y americanos. A la derecha de la fachada en donde está la lápida se había levantado un tablado cubierto de terciopelo rojo para los oradores. A las doce en punto llegó la comitiva a la glorieta. A los acordes de la Marcha Real, ejecutada por la Banda Municipal, el alcalde tiró del cordón que sujetaba la bandera española, descubriendo la lápida que da el nombre del gran poeta a la que hasta hoy fue glorieta del Cisne, provocando una entusiasta ovación del público presente. Durante el acto, que se extendió hasta la una de la tarde, se pronunciaron elogiosos discursos por parte de las autoridades presentes, elogiando la figura del poeta”.

   Entre estos discursos destaca el pronunciado por el ministro de México, Alfonso Reyes, hablando en nombre de las delegaciones americanas, y del que el Heraldo de Madrid, copia el siguiente párrafo: “Feliz acuerdo el de consagrar en la Fiesta de la Raza un homenaje en memoria del mayor poeta de la Iengua durante los últimos siglos. Su nombre desde hoy queda incorporado a la vida diaria callejera de vuestra gloriosa ciudad. Y por justa paradoja y compensación, he aquí que convertís al desigual, al rebelde y antiguo genio, al pecador torturado, al elegante, al león entre tímido y bravío, que de pronto se acobardaba y de pronto comenzaba a rugir; al melancólico que cruzaba la vida “ciego de sueño y loco de armonía”, al hijo terrible de un continente que es, en él, un grito de insaciados anhelos, a nuestro Rubén Darío, el menos municipal de los hombres, en algo tan benévolo y manso como un genio municipal . Acógelo la divinidad que reina en las plazas y en las calles; y nosotros, buenos hijos de Roma, saludamos con ritos públicos, bajo el cielo risueño, al héroe mensajero de las primaveras americanas”.

   No sería hasta 1962 que la embajada española en Managua en acuerdo con el Instituto Nicaragüense de Cultura Hispánica, propusieron realizar un monumento a Rubén Darío, mediante suscripción pública, que sería construido por el escultor Victorio Macho.  Pero ante la falta de dinero, aprovechando el encargo ya existente por parte de la embajada de dos bustos de Rubén Darío, al escultor José Planes Peñalver, para ser colocados en Málaga y Santander,  se llegó a la solución provisional de pedir una tercera copia de ese busto, que se instaló en la glorieta, de forma provisional, a primeros de enero de 1967. Ese mismo año la estatua de Lope de Vega fue trasladada a su actual emplazamiento en la plaza de la Encarnación, quedando Rubén Darío dueño y señor de la glorieta que lleva su nombre.

   Pasadas las celebraciones del centenario del nacimiento del poeta, la falta de interés y el paso del tiempo determinaron que lo provisional se convirtiera en definitivo, con el agravante de que el busto original fue sustraído, y luego reemplazado por una copia que, a juicio de los expertos, era de bastante peor factura y calidad que la modelada por José Planes.