lunes, 29 de julio de 2019

La tumba de Rubén Darío en la catedral de León

La primera vez que fui a León, en 2007, una de mis primeras visitas en la ciudad fue a la catedral. Ubicada en un lateral del parque central, su fachada principal, de un blanco sucio y deslucido por efecto del clima tropical, presentaba un aspecto poco vistoso y hacía pensar que ya habían pasado muchos años desde la última vez que la remozaron. Aquel día mi interés estaba en conocer el lugar en donde se hallaba enterrado Rubén Darío; y lo encontré cerca del altar, al pie de la columna dominada por la figura del apóstol San Pablo. Sobre la tumba habían levantado un monumento, que me pareció de una elocuencia visual muy emotiva. Esta compuesto por un león doliente, que tiene la cabeza reclinada sobre una de sus garras, protegiendo un escudo donde está grabado el nombre del poeta, mientras en la otra garra sujeta una rama de laurel. Debajo del escudo asoma el arpa, otro atributo del poeta.

Mi primera impresión fue que estaba ante una escultura de mármol, tal vez del mejor mármol italiano, ya que nada menos se merecía la admiración y el orgullo que todos los nicaragüenses manifiestan por Rubén Darío, a quien por ley le corresponde el título de héroe nacional. Al dar unos pasos y cambiar el ángulo de visión, observé un pequeño desconchado en el monumento, un roto de apenas dos centímetros cuadrados sobre una de las nalgas del león, por el que, para mi sorpresa, asomaba el gris del cemento. Tengo que reconocer que en aquel momento me sentí defraudado y quise saber algo más sobre aquel “engaño visual”.

Cuando comencé a investigar me encontré con que todos los artículos de prensa contaban la misma historia para referirse al monumento, que podría resumirse así: el escultor, Jorge Bernabé Navas Cordonero un hombre de humilde cuna, nacido en Granada, sin estudios ni formación artística, con apenas una breve experiencia como albañil, que se encontraba en esas fechas trabajando en León, decorando la catedral bajo la dirección del obispo de la diócesis, recibió de éste el encargo de hacer un monumento para la tumba del poeta, que ya estaba agonizando. Por esas fechas ya llevaba diez años trabajando en la catedral y había concluido una decena de esculturas, por lo que tenía una cierta destreza en el oficio que le permitía expresar en sus obras su talento artístico. Todas las hacía de cemento, que usaba mezclándolo con cal, agua y arena. Para pulir el acabado utilizaba cal y leche de vaca a la que agregaba una tintura de azul de Prusia, logrando darle ese aspecto marmóreo que me había confundido al contemplarlo.

Aunque el artista puso en la ejecución de esta escultura todo su talento, con ánimo de que perdurase en el tiempo, ya de las crónicas de la mitad del siglo veinte se desprende que muchos la consideraban una obra de transición, mientras se pensaba en sustituirla por otra de mármol, material considerado noble y por tanto a la altura de la fama del poeta. También se cuenta, sin ofrecer datos que lo sustenten, que, cuando en ocasión del Centenario Dariano (1967), algunas autoridades pensaron que era el momento de reemplazarla, se quiso conocer el criterio de un experto italiano, llegado ex proceso para examinarla, de quien dicen que afirmó que "se trataba de una verdadera obra de arte irrepetible" y desaconsejó el cambio. Parece que esa opinión, junto al costo económico que suponía la ejecución de una nueva escultura, decidió a las autoridades a mantenerla tal y como ahora la conocemos.

Bueno, no exactamente. Hace unas semanas regresé a León. La Catedral lucía magnífica, brillaba espléndida a la luz del atardecer. En 2013 se había iniciado una tarea de restauración e impermeabilización del templo, que se había prolongado durante cuatro años y hacía poco que habían terminado de pintar tanto el exterior como el interior.  Me acerqué hasta la tumba de Darío. Busqué con la mirada el desconchado que había observado años atrás en la nalga del león. En su sitio todavía se podía apreciar la rugosidad del cemento pero ahora estaba cubierto por una pintura látex de color ¿blanco hueso?  Si se miraba detenidamente la superficie del monumento se podían descubrir más espacios como ese, producto probable de las labores de limpieza y restauración, que se realizaron antes de aplicar la capa de pintura. Lo cierto es que habían conseguido darle a todo el conjunto una notable uniformidad estética. Seguía sin ser mármol, pero ahora tampoco lo parecía.

“Lo han pintado”. Oí que alguien decía a mi lado.

Volví la cabeza. Junto a mí se hallaba un hombre de unos sesenta años, que como yo miraba el monumento. No había notado su presencia. Al principio pensé que solo estaba pensando en voz alta, que tal vez solo había sido una exclamación espontánea, fruto de la sorpresa. La misma sorpresa que yo me había llevado al mirar la escultura. Pero luego levantó la cabeza y abarcó con los brazos el espacio más allá de nosotros, buscando los límites de la catedral.

“De hecho han pintado todas las estatuas”. Dijo. “Supongo que no querían que desentonaran con el nuevo aspecto de las paredes. Pero al hacerlo se han llevado por delante ese aspecto marmóreo que una vez tuvieron ”.

Parecía una queja. Aunque en el tono de su voz no había resignación. Busqué con la mirada varios metros por encima de la tumba del poeta. Allí, dentro de una pequeña capilla ornamentada adosada a un pilar  de la nave central, estaba San Pablo con el libro abierto en una mano y en la otra la espada.

“Ya, pero la vista no alcanza a distinguir los detalles en las estatuas de los apóstoles. Sin embargo esta escultura es accesible y tenía el aliciente del engaño visual que provocaba el efecto marmóreo”. Argumenté.

 “Si, no sé qué les van a decir ahora a los grupos de escolares cuando acudan a visitar la tumba de Darío. Les contarán que hubo un tiempo en que la estatua parecía de auténtico mármol, algo que distinguía el trabajo del escultor, o no les dirán nada”.

Se quedó mirando la escultura, buscando algún pensamiento, como si fuera él quien enfrentara aquella hipotética situación.

 “¿Usted también piensa que es una obra de arte irrepetible?”. Le pregunté.

Vi que esbozaba una sonrisa.

“Ese es el discurso oficial. Y conste que tampoco estoy de acuerdo con su paisano, García Lorca, que en 1934 llegó a calificarla como un “espantoso león de marmolina”.  Para mí el mayor valor que tiene reside en el esfuerzo del escultor, que trabajó con muy pocos medios y sin ninguna formación artística. Yo diría que en este caso el valor de la obra va unido a la destreza del escultor para moldear el cemento, algo que nunca antes se había hecho, al menos con este resultado. Pero no, definitivamente en términos absolutos no se puede decir que sea una obra de arte, aunque el escultor tiene un mérito enorme. Ya conoce usted el dicho: Al Cesar lo que es del Cesar…”.

“¿Por qué lo dice?”

“Bueno, no hay que olvidar que es una copia de la famosa escultura del león herido que está en Lucerna, hecho hacia 1820 por el escultor danés Bertel Thorvaldsen. En el que vemos aquí le sustituyeron las alegorías presentes en el original y pusieron nuestros símbolos patrios y los atributos del poeta. El escultor solo cumplió las indicaciones del obispo; y lo hizo siguiendo el mismo proceso con el que decoró toda la catedral”.

“¿Conoce usted bien este lugar?”. Le pregunté, abarcando con un gesto ambiguo lo que podría ser tanto el interior de la catedral como la misma ciudad.

“Nací en León y siempre he vivido aquí, salvo un pequeño paréntesis en los años ochenta, cuando tuve que exiliarme en los Estados Unidos, para evitar que me reclutaran en la guerra. Aquellos fueron años difíciles”.

“Entonces conocerá usted esa versión que asegura que, semanas después de la muerte de Darío, enterraron a un costado de la tumba un frasco con el cerebro del poeta ¿Qué hay de cierto?”

“Eso es lo que contaba Jorge Navas, el escultor, que él mismo lo había enterrado aquí siguiendo instrucciones del obispo. Pero… vaya usted a saber. Los nicaragüenses somos muy dados al misterio y a las fábulas y, como ya sabrá hay más de media docena de versiones sobre lo que ocurrió con el cerebro de Darío. Lo único cierto es que hasta la fecha ninguna se ha comprobado”.

Le señalé algunos nuevos desconchados que había observado en la cola y en una de las patas del león.

“Poco ha durado “el arreglo”. Apenas ha transcurrido un año desde que lo pintaron y ya vuelve a asomar el cemento”.

Cabeceó con aparente resignación.

“Y seguirán apareciendo más. El cemento tiende a desmoronarse con el paso del tiempo”.

“¿Qué piensa usted de todo ello?

“Lo que muchos leoneses. Antes era una escultura de cemento a la que se le había dado un acabado marmóreo utilizando una técnica y unos materiales de comienzos del siglo veinte. Algo admirable, como diría Darío. Ahora es una escultura de cemento pintada. Sé que para muchos esto puede ser solo un detalle insignificante, porque me consta que restaurar esta escultura es muy difícil, pero en la vida y la belleza proteger y cuidar lo singular siempre hace la diferencia. ¿No le parece a usted?”.

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