La
primera vez que fui a León, en 2007, una de mis primeras visitas en la ciudad
fue a la catedral. Ubicada en un lateral del parque central, su fachada
principal, de un blanco sucio y deslucido por efecto del clima tropical,
presentaba un aspecto poco vistoso y hacía pensar que ya habían pasado muchos
años desde la última vez que la remozaron. Aquel día mi interés estaba en
conocer el lugar en donde se hallaba enterrado Rubén Darío; y lo encontré cerca
del altar, al pie de la columna dominada por la figura del apóstol San Pablo.
Sobre la tumba habían levantado un monumento, que me pareció de una elocuencia
visual muy emotiva. Esta compuesto por un león doliente, que tiene la cabeza
reclinada sobre una de sus garras, protegiendo un escudo donde está grabado el
nombre del poeta, mientras en la otra garra sujeta una rama de laurel. Debajo
del escudo asoma el arpa, otro atributo del poeta.
Mi
primera impresión fue que estaba ante una escultura de mármol, tal vez del
mejor mármol italiano, ya que nada menos se merecía la admiración y el orgullo
que todos los nicaragüenses manifiestan por Rubén Darío, a quien por ley le
corresponde el título de héroe nacional. Al dar unos pasos y cambiar el ángulo
de visión, observé un pequeño desconchado en el monumento, un roto de apenas dos
centímetros cuadrados sobre una de las nalgas del león, por el que, para mi
sorpresa, asomaba el gris del cemento. Tengo
que reconocer que en aquel momento me sentí defraudado y quise saber algo más
sobre aquel “engaño visual”.
Cuando
comencé a investigar me encontré con que todos los artículos de prensa contaban
la misma historia para referirse al monumento, que podría resumirse así: el
escultor, Jorge Bernabé Navas Cordonero un hombre de humilde cuna, nacido en
Granada, sin estudios ni formación artística, con apenas una breve experiencia
como albañil, que se encontraba en esas fechas trabajando en León, decorando la
catedral bajo la dirección del obispo de la diócesis, recibió de éste el
encargo de hacer un monumento para la tumba del poeta, que ya estaba agonizando.
Por esas fechas ya llevaba diez años trabajando en la catedral y había
concluido una decena de esculturas, por lo que tenía una cierta destreza en el
oficio que le permitía expresar en sus obras su talento artístico. Todas las hacía
de cemento, que usaba mezclándolo con cal, agua y arena. Para pulir el acabado
utilizaba cal y leche de vaca a la que agregaba una tintura de azul de Prusia,
logrando darle ese aspecto marmóreo que me había confundido al contemplarlo.
Aunque
el artista puso en la ejecución de esta escultura todo su talento, con ánimo de
que perdurase en el tiempo, ya de las crónicas de la mitad del siglo veinte se
desprende que muchos la consideraban una obra de transición, mientras se pensaba
en sustituirla por otra de mármol, material
considerado noble y por tanto a la altura de la fama del poeta. También
se cuenta, sin ofrecer datos que lo sustenten, que, cuando en ocasión del Centenario Dariano (1967), algunas autoridades
pensaron que era el momento de reemplazarla, se quiso conocer el criterio de un
experto italiano, llegado ex proceso para examinarla, de quien dicen que afirmó
que "se trataba de una verdadera
obra de arte irrepetible" y desaconsejó el cambio. Parece que esa
opinión, junto al costo económico que suponía la ejecución de una nueva escultura,
decidió a las autoridades a mantenerla tal y como ahora la conocemos.
Bueno, no exactamente. Hace unas semanas regresé a León. La Catedral lucía magnífica, brillaba
espléndida a la luz del atardecer. En 2013 se había iniciado una tarea de
restauración e impermeabilización del templo, que se había prolongado durante
cuatro años y hacía poco que habían terminado de pintar tanto el exterior como
el interior. Me acerqué hasta la tumba
de Darío. Busqué con la mirada el desconchado que había observado años atrás en
la nalga del león. En su sitio todavía se podía apreciar la rugosidad del
cemento pero ahora estaba cubierto por una pintura látex de color ¿blanco hueso? Si se miraba detenidamente la superficie del
monumento se podían descubrir más espacios como ese, producto probable de las
labores de limpieza y restauración, que se realizaron antes de aplicar la capa
de pintura. Lo cierto es que habían conseguido darle a todo el conjunto una
notable uniformidad estética. Seguía sin ser mármol, pero ahora tampoco lo
parecía.
“Lo
han pintado”. Oí que alguien decía a mi lado.
Volví
la cabeza. Junto a mí se hallaba un hombre de unos sesenta años, que como yo
miraba el monumento. No había notado su presencia. Al principio pensé que solo
estaba pensando en voz alta, que tal vez solo había sido una exclamación
espontánea, fruto de la sorpresa. La misma sorpresa que yo me había llevado al
mirar la escultura. Pero luego levantó la cabeza y abarcó con los brazos el
espacio más allá de nosotros, buscando los límites de la catedral.
“De
hecho han pintado todas las estatuas”. Dijo. “Supongo que no querían que
desentonaran con el nuevo aspecto de las paredes. Pero al hacerlo se han llevado por delante ese
aspecto marmóreo que una vez tuvieron ”.
Parecía
una queja. Aunque en el tono de su voz no había resignación. Busqué con la
mirada varios metros por encima de la tumba del poeta. Allí, dentro
de una pequeña capilla ornamentada adosada a un
pilar de la nave central,
estaba San Pablo con el libro abierto en una mano y en la otra la espada.
“Ya,
pero la vista no alcanza a distinguir los detalles en las estatuas de los
apóstoles. Sin embargo esta escultura es accesible y tenía el aliciente del
engaño visual que provocaba el efecto marmóreo”. Argumenté.
“Si, no sé qué les van
a decir ahora a los grupos de escolares cuando acudan a visitar la tumba de
Darío. Les contarán que hubo un tiempo en que la estatua parecía de auténtico mármol, algo que distinguía el trabajo del escultor, o no les dirán nada”.
Se quedó mirando la escultura, buscando algún pensamiento,
como si fuera él quien enfrentara aquella hipotética situación.
“¿Usted también piensa que es una obra de arte
irrepetible?”. Le pregunté.
Vi
que esbozaba una sonrisa.
“Ese
es el discurso oficial. Y conste que tampoco estoy de acuerdo con su paisano,
García Lorca, que en 1934 llegó
a calificarla como un “espantoso león de marmolina”. Para mí el mayor
valor que tiene reside en el esfuerzo del escultor, que trabajó con muy pocos
medios y sin ninguna formación artística. Yo diría que en este caso el valor de
la obra va unido a la destreza del escultor para moldear el cemento, algo que
nunca antes se había hecho, al menos con este resultado. Pero no, definitivamente
en términos absolutos no se puede decir que sea una obra de arte, aunque el
escultor tiene un mérito enorme. Ya conoce usted el dicho: Al Cesar lo que es
del Cesar…”.
“Bueno,
no hay que olvidar que es una copia de la famosa escultura del león herido que
está en Lucerna, hecho hacia 1820 por el escultor danés Bertel Thorvaldsen. En el que vemos aquí le sustituyeron las alegorías
presentes en el original y pusieron nuestros símbolos patrios y los atributos
del poeta. El escultor solo cumplió las indicaciones del obispo; y lo hizo
siguiendo el mismo proceso con el que decoró toda la catedral”.
“¿Conoce usted bien este lugar?”. Le pregunté, abarcando con
un gesto ambiguo lo que podría ser tanto el interior de la catedral como la
misma ciudad.
“Nací en León y siempre he vivido aquí, salvo un pequeño
paréntesis en los años ochenta, cuando tuve que exiliarme en los Estados Unidos,
para evitar que me reclutaran en la guerra. Aquellos fueron años difíciles”.
“Entonces conocerá usted esa versión que asegura que, semanas
después de la muerte de Darío, enterraron a un costado de la tumba un frasco
con el cerebro del poeta ¿Qué hay de cierto?”
“Eso es lo que contaba Jorge Navas, el escultor, que él mismo
lo había enterrado aquí siguiendo instrucciones del obispo. Pero… vaya usted a
saber. Los nicaragüenses somos muy dados al misterio y a las fábulas y, como ya
sabrá hay más de media docena de versiones sobre lo que ocurrió con el cerebro
de Darío. Lo único cierto es que hasta la fecha ninguna se ha comprobado”.
Le
señalé algunos nuevos desconchados que había observado en la cola y en una de
las patas del león.
“Poco ha durado “el arreglo”. Apenas ha transcurrido un año
desde que lo pintaron y ya vuelve a asomar el cemento”.
Cabeceó con aparente resignación.
“Y seguirán apareciendo más. El cemento tiende a desmoronarse
con el paso del tiempo”.
“¿Qué piensa usted de todo ello?
“Lo que muchos leoneses. Antes era una escultura de cemento a
la que se le había dado un acabado marmóreo utilizando una técnica y unos
materiales de comienzos del siglo veinte. Algo admirable, como diría Darío.
Ahora es una escultura de cemento pintada. Sé
que para muchos esto puede ser solo un detalle insignificante, porque me consta
que restaurar esta escultura es muy difícil, pero en la vida y la belleza
proteger y cuidar lo singular siempre hace la diferencia. ¿No le parece a
usted?”.
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