En varias ocasiones y circunstancias estuvo Rubén Darío en Barcelona, una ciudad que ya en la primera visita en 1899 le pareció “bulliciosa, moderna, quizá un tanto afrancesada”, donde estableció vínculos culturales con los más prominentes representantes de la cultura local, muchos de ellos seguidores del modernismo y admiradores de su obra. En aquellas visitas acudía a cafés como el Colón o Els Quatre Gats, donde se realizaban tertulias literarias o se celebraban eventos culturales innovadores.
La mayoría fueron estancias cortas, salvo la última que duró algo más de seis meses. Llegó a principios de mayo de 1914 y residió en una casa alquilada en la calle Tiziano 16 (hoy carrer Ticiá), que estaba situada cerca de la actual Ronda de Dalt. Se trataba de una torre de veraneo, un edificio de dos plantas, de 314 m², construido en 1910, que disponía de las comodidades de la época, como luz eléctrica y baño, y al que consideró como la solución definitiva para su maltrecha salud física y emocional.
En la postdata de su Autobiografía, escrita en 1914, Darío señala: “Y ya en Barcelona, en la calle Tiziano número 16, en una torre que tiene jardín y huerto, donde ver flores crecer que alegran la vida y donde las gallinas y los cultivos me invitan a una vida de manso payés, he buscado refugio grato a mi espíritu”.
Durante esta visita fue recibido con honores en el Ateneo Barcelonés y en la Casa de América, donde fue homenajeado. Pero a pesar de sus intentos no consiguió una colaboración permanente en alguno de los diarios barceloneses, lo que hubiera ayudado en su maltrecha economía.
La casa, que aún se conserva, estaba situada en lo que entonces eran los suburbios de Barcelona, un nuevo barrio creado como resultado de la ampliación de la ciudad. De entre todos los que han escrito sobre este lugar, quizás sea Andrés-Avelino Artís, 'Sempronio' (1908 – 2006), quien mejor reflejó, en su libro de crónicas ciudadanas “Sonata a la Rambla” (1961), el lugar y el ambiente de época al que había llegado Darío. He aquí diversos fragmentos de esta crónica:
“El barrio es un pueblo, casi una aldea. Con una existencia tranquila, quebrada apenas por una vena de dimes y diretes. El menor hecho se convierte en algo insólito, en acontecimiento que saca de quicio a las vecinas y arracima a los niños en medio de la calle. Por ejemplo, este coche de punto que una tarde del mes de mayo sube la cuesta trayendo viajeros de Barcelona. El mal estado del piso hace penoso el ascenso, y el carruaje, a fuerza de bandazos, semeja barca navegando por un mar encrespado. Cuando los pasajeros notan detenerse el coche, es obligado el suspiro de alivio que les viene a los labios. -El 16 de la calle de Ticiano- les advierte el auriga.
Es necesario llamar a la puerta de la casita. El más joven de los dos viajeros no ha puesto aún el pie en tierra que, avisada por el ruido del carruaje, ha comparecido Gregoria en el umbral de la villa, escoltada por un par de rapaces. Estaban ya esperándoles. Parlanchina y zalamera, iba la aragonesa a deshacerse en cumplidos, cuando el recién venido la atajó con resuelto ademán, queriéndole indicar que a partir de aquel instante se imponía la política de la discreción. Del interior del coche parte una llamada:
-¡Sedano!...
Tras la voz, la ventanilla enmarca un rostro chato, color de cobre, inexpresivo como una máscara. Es el nuevo señor. «Sobre todo -habíale recomendado a Gregoria la dueña de la casa-, no te sorprendas de nada. Déjales hacer su vida, sin importunarles...»
Apoyado en el brazo de Sedano, su secretario, Rubén Darío se apea del coche. No tiene ni una mirada para la casa, ni para la sirvienta, ni para los peques. Anda como un autómata, encerrado en su mundo interior…
-¿Hay un colmado por aquí cerca? -pregunta Sedano a Gregoria-. Vaya usted por un poco de anís, de ron, de coñac... ¡Pero nada de botellas! Tráigalo usted a cajas…
…Sólo les apetecen los licores de marca. Gregoria sube hasta el colmado Majó, de la calle de Craywinckel, donde a nombre de 'Ticiano 16', se inicia una opulenta cuenta que ¡ay!, jamás se verá cancelada…
Cierta vez, la deuda llega a las quinientas pesetas. A la prestadora, que se lamenta, intenta amansarla el secretario:
-Tenga un poco de paciencia. Hasta que venga la señora y ponga un poco de orden...
Los libros han entrado en la casa a baúles. Pero Rubén no los ojea ni por casualidad. Se pasa el día encerrado en su habitación, por cuya puerta entreabierta le observa Gregoria tendido en la cama, con el cigarro entre los labios y una botella en la mano. El día que se levanta, la habitación queda hecha una pocilga, con el suelo cubierto de ceniza, de salivazos y de licores derramados. Entonces Rubén se viste con unos pijamas fastuosos, bordados en oro sobre fondo verde, o bien listados de negro y rojo. Así sale al exterior, pisando con el pie desnudo la arena del jardín. Solitario, declama al cielo con voz tonante verso tras verso, o prorrumpe en guturales gritos...
Cierta tarde en que el poeta ha bajado a la ciudad, Gregoria ve a la señora Quica llorando… -Todo se andará, Gregoria... -acaba diciendo. Y al cabo de un rato, la sirvienta parte con unas alhajas hacia la casa de empeños. Se aprende las señas, para otras muchas veces. Libros, prendas de vestir, toda suerte de objetos, irán tomando también poco a poco el camino del chamarilero.
«El señor ha venido aquí a ponerse bueno», manifestó en una ocasión la señora Quica al servicio... Al contrario, Rubén empeora de día en día en su extraña dolencia...“
El 25 de octubre, apenas transcurridos seis meses desde su llegada partió Rubén Darío rumbo a Nueva York, en el que sería su último viaje transatlántico.
El titular de La Vanguardia, el diario más popular de Barcelona, decía el 19 de enero de 2017: Este miércoles se han cumplido 150 años del nacimiento de Rubén Darío. Y como los abriles, la profunda huella que dejaron en Barcelona sus estancias y visitas a principios de siglo XX también se ha ido para no volver. Apenas queda de su influencia y vivencias en la capital catalana, en la que fue todo un fenómeno.
Una placa blanca de piedra en una impoluta fachada de color naranja recuerda su paso por este inmueble, en el número 16 de la calle Ticià. “En esta casa vivió en 1914 el insigne poeta nicaragüense Rubén Darío. Barcelona rinde homenaje a su memoria en el centenario de su nacimiento. Enero de 1967”, reza la inscripción, que pervive en perfecto estado.
La vicepresidenta nicaragüense Rosario Murillo tuvo noticia de este legado olvidado en la capital catalana a través de este artículo periodístico y solicitó a su embajador en España que agradeciera el reportaje, localizara la finca y a sus propietarios para iniciar los contactos necesarios con las instituciones políticas y culturales locales, con el fin de “promover la idea de un museo en homenaje a Rubén en España”.
Diversos medios de comunicación, en el ámbito hispano, se hicieron eco de esta noticia. Una vez más Rubén Darío generó nuevas ilusiones entre los admiradores de su obra y entre sus connacionales. Y, una vez más, ahí quedará todo.
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