lunes, 12 de agosto de 2019

Rubén Darío en Málaga

Hoy, gracias a la línea de tren de alta velocidad, recorrer los 528 kilómetros que separan Madrid de la capital de la Costa del Sol, es más cómodo y rápido que nunca.

Apenas habían transcurrido dos horas y media desde que salí de Madrid cuando el tren hacía su entrada en la estación María Zambrano, en pleno centro de Málaga, y ya estaba caminando, con mi pequeño bolso en bandolera, buscando la salida y la parada de taxi.

Durante el recorrido por las calles de la ciudad hacia el hotel donde iba a hospedarme, le comenté al taxista, un muchacho de unos treinta años, que era mi primera visita a la ciudad y que solo pensaba  hacer allí una breve parada para conocer algunos lugares, ya que al día siguiente me dirigía a Marbella donde me esperaban en casa de unos viejos amigos. Él se ofreció a recogerme esa tarde en el hotel y llevarme a hacer un recorrido por la ciudad. Rechacé con cortesía su oferta, argumentando que me gustaba caminar sin prisa y dejar que la ciudad me sorprendiera. Además, argumenté, lo que me ha llevado a programar esta parada es conocer lo que queda de la estadía de Darío en esta ciudad.

Casualidades de la vida o trampas del destino, ¡quién sabe!,  el caso es que me explicó que era licenciado en filología hispánica y que precisamente había hecho su proyecto de fin de carrera sobre Salvador Rueda, el poeta modernista, malagueño, amigo de Rubén. Añadió que estaba preparando unas oposiciones y mientras tanto cubría sus gastos trabajando el taxi. El asunto es que prometió un recorrido lleno de historias sobre la estancia del poeta en la ciudad, algo que me pareció irresistible, teniendo en cuenta que el precio del paseo resultaba asequible, así que acordamos que pasaría a recogerme por el hotel a las cuatro de la tarde.

Cuando horas más tarde nos encontramos en el hall del hotel, ya traía en mente un itinerario que incluía los tres lugares que hoy recuerdan a Darío en la ciudad:

Una calle dedicada al poeta. La encontramos en un barrio residencial conocido como “Los millones”, alejado del centro y del mar. Era una calle corta, de apenas 144 metros de longitud, que en la mayor parte de su recorrido se quedaba en un estrecho pasaje peatonal, levantado en varios niveles a los que se accedía mediante un sistema de escaleras y rampas.

Un busto de piedra, obra del escultor José Planes y que fue inaugurado en 1968, situado sobre un pedestal, en el extremo oriental del Parque, cerca de la Plaza del General Torrijos, donde está la fuente de las tres Gracias y el antiguo Hospital Noble, próximo también al Paseo de los Curas. 

“Poca gente sabe esto, pero no fue casual que fuera José Planes, el gran escultor murciano, el elegido para hacer este busto de Darío –me dijo mi guía-. Era admirador del poeta y además amigo de Antonio Oliver Belmás, su paisano, a quien acompañó en las gestiones oficiales que se hicieron en 1956 para negociar la donación al Estado español, por parte de Francisca Sánchez, de todo el archivo de Darío que ella había preservado a lo largo de cuarenta años”.

Desde allí nos dirigimos a conocer la casa donde estuvo viviendo el poeta durante su estancia en la ciudad, que aún se conserva,  en el número 9 de la calle Fernando Camino, situada en un barrio popular, a dos cuadras de la playa de la Malagueta. Es un edificio de tres plantas, esbelto, de soleados balcones llenos de flores. En la planta baja, a un lado del portal hay una pescadería y al otro lado un asadero de pollos que ofrece,  en sendos rótulos a los lados de la entrada, un variado menú de platos precocinados.

“El pleno del Ayuntamiento de Málaga, urgido por la celebración del 150 aniversario del nacimiento del poeta, estuvo debatiendo en marzo de 2017 la conveniencia de colocar una placa en la fachada, advirtiendo que aquí residió Darío por seis meses. Fue una noticia que destacaron todos los diarios. No sé qué decidieron entonces pero sí que podemos ver hoy el resultado. Han transcurrido más de dos años y, como advertirás, aquí no hay placa alguna”.  Me comentó Pedro, que así se llamaba mi guía.

Hacía calor, y ya llevábamos dos horas de excursión por la ciudad, cuando le sugerí que buscáramos un lugar típico donde refrescarnos. Pareció encantado con la idea. “De hecho era algo que iba a proponer”, me dijo. Nos dirigimos hacia la calle Sánchez Pastor y allí, en la taberna Quitapenas, nos sentamos en sendos taburetes de madera a una mesa situada en una pequeña terraza adosada a la fachada. Cuando llegó el camarero le animé a que hiciera el pedido. “Aquí todo está bueno, pero estamos en Málaga, así que sin dudarlo, pescaito frito y el famoso cóctel de champán que es una receta única de la casa”. Me dijo, haciendo un guiño espontáneo como buscando mi complicidad.
Mientras degustábamos el pescaito, que eran trozos de pescado en adobo, pulpo y rosada, siguió contándome anécdotas de la estancia de Darío en Málaga.

“Darío siempre buscaba el mar, lo necesitaba. Ya has visto lo cerca que estaba su casa de la playa y él solía bajar al atardecer y sentarse en la terraza de algunos de los bares que había junto a la playa, observando el ir y venir de las olas, tal vez buscando el aliento cálido de las costas africanas. Él mismo lo describe en Tierras solares, cuando dice: Escribo a la orilla del mar, sobre una terraza a donde llega el ruido de la espuma. A pesar de la estación, está alegre y claro el día, y el cielo limpio, de limpidez mineral, y el aire acariciador. Esta es la dulce Málaga, llamada la Bella, de donde son las famosas pasas, las famosas mujeres y el vino preferido para la consagración”.

“¿Cuánto tiempo estuvo Darío en Málaga?”. Le pregunté.

“Seis meses. El 9 de diciembre de 1903 la prensa local da la noticia de que se halla en Málaga el escritor Rubén Darío, corresponsal de La Nación, de Buenos Aires, en Paris. Y en mayo de 1904 deja la ciudad. Pero no estuvo aquí todo el tiempo. Esta ciudad fue su base para visitar Sevilla, Granada y Córdoba”.

“He leído que los primeros días se alojó en el Hotel Alhambra, pero parece que ya no existe”. Comenté.

“Lo derribaron hace más de cincuenta años. Estaba en la calle Larios. Darío se hospedó allí unos diez días, mientras gestionaba el alquiler de la casa que hemos visitado y esperaba la llegada de Francisca, su compañera. Mi abuelo, que trabajaba como mozo de equipajes en el hotel, contaba que lo había conocido en aquellos días y que todas las tardes Don Rubén acudía a sentarse a la terraza del café Central, en la plaza de la Constitución, ante una taza humeante de café con leche y un plato con dos alfajores. A menudo le acompañaba Don Isaac Arias, que era el cónsul de Colombia en Málaga y con quien le unía una buena amistad. 

Estaba empezando a anochecer y puede que eso me hiciera recordar el pasaje del libro donde Darío habla de su visita al café de España, donde «Todas las noches, hay grandes bailes nacionales y cante, por la célebre cantadora por Tangos la Niña de Pomares, y el aplaudido cantador José Beda, el Jerezano».

“¿Será que todavía existe el café de España, con sus célebres espectáculos flamencos?”. Le pregunté.

Se echó a reír.

“Para serte sincero la única referencia que hay de él es lo que cuenta Darío en Tierras Solares. Alguien me dijo una vez que estaba en la Plaza de la Constitución, pero no puedo asegurar que sea cierto. Lo que sí es verdad es que allí estaba el Café de Chinitas y la descripción que Darío hace del local se ajusta mucho a la que corresponde a este lugar. Así que… ¿quién sabe?”. Me dijo, terminando su explicación con un encogimiento de hombros que más sugería misterio que incredulidad.

Cuando nos despedimos y desandaba las calles camino del hotel, a veces serpenteando, siguiendo los pasillos que dejaban en los andenes las mesas de las terrazas de los bares, siempre llenas de gente, que a esas horas disfrutaban de una conversación animada y bulliciosa, entre jarras de cerveza y vinos embocados, se me revelaba el pintoresco paisaje humano y urbano que describió Darío y que a mí volvía a hacerme  sentir la alegría contagiosa y vitalista de las ciudades mediterráneas.


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