Ahora retorna
en busca del sol de la isla de oro, de esa luz filtrada por el mar que matiza
sus pinturas. Es una antigua conocida. La primera vez que estuvo en ella fue a
finales de los años veinte. Entonces vivía en Pollensa, y ahora apenas se queda
unos días en Palma antes de dirigirse a Valldemossa, donde busca alojamiento en
el monasterio de la Cartuja. Allí piensa encontrar la calma que necesita para poder
pintar, y también le parece un buen lugar para reflexionar sobre la vida y el
arte. Tal vez con este propósito ocupa la celda número cuatro, la misma que
alojó a Federico Chopin cien años atrás. Alguien debió de advertirle que,
también en una celda cercana, se había alojado Rubén Darío treinta años antes,
buscando paz espiritual y alivio para sus achaques físicos. Todas esas
circunstancias, unidas a las cualidades místicas que reunía el monasterio, al
recogimiento inspirado en la soledad, a la persistencia de la música y la
poesía que parecían resonar entre aquellas paredes, debieron convencerle de que
aquel era el lugar más adecuado para aquietar el espíritu, sobresaltado por la
crueldad de la guerra.
En el
aislamiento de aquella celda austera pasaron por su mente las imágenes de su
niñez, el fatal viaje de ida y vuelta a Filipinas y su posterior orfandaz; su estancia en Sevilla, para estudiar en la
Escuela de Bellas Artes; su primer cuadro expuesto a los veinte años; su
traslado a Madrid en 1914 y su primera exposición; su época bohemia en la que
compartió vivencias con el gran Ramón Gómez de la Serna; su amistad con García
Lorca y con Alberti, uno asesinado en la guerra y el otro empujado al exilio; el
padrinazgo que sobre él ejerció el escritor y crítico de arte José Francés, quien le facilitó el acceso a importantes
revistas y editoriales, incluida Mundo Latino, una nueva editorial que, como
muchas en esos años, buscaba un concepto del libro donde la presentación
cuidada y la ornamentación ocupasen un lugar destacado, y que le encargaría la ilustración de las obras completas de Rubén
Darío, en las que estuvo trabajando entre 1917 y 1920.
Su mirada
se emociona al recordar aquellos versos del
poeta nicaragüense que abren el poema dedicado a la Cartuja: Este vetusto monasterio ha visto, / secos de orar y pálidos
de ayuno, / con el breviario y con el Santo Cristo, / a los callados hijos
de San Bruno.
No le
conoció personalmente, nunca coincidieron. Cuando él llegó a Madrid en 1914,
Darío se hallaba en Barcelona y de allí partió para su viaje de no retorno. Pero
pudo conocerle a través de sus versos y sus artículos, ya que dedicó muchas
horas a su lectura para poder ilustrar los 22 volúmenes que componían las obras
completas del nicaragüense, incluyendo las portadas, los poemas y la ornamentación
interior de los libros. Algunos críticos resaltaron entonces que, los
dibujos que salpicaban cada volumen, revelaban una gran sintonía con los poemas.
Le
conmueve de manera especial el recuerdo de dos de esas poesías, Sonatina y A Margarita Debayle, a las
que dedicó varias ilustraciones a toda página.
Hacer aquel
trabajo le sirvió para que, poco tiempo después, entre 1921 y 1926, le encargaran la ilustración de algunas de las
Obras Completas del simbolista francés Paul
Verlaine, entre ellas el volumen V de sus
obras completas: “Canciones para ella”, uno
de sus trabajos más representativo. Decían los críticos literarios de la época
que sus
ilustraciones, repletas de valores simbólicos, dibujaban una naturaleza
idealizada, donde la flora, el paisaje evocador, el jardín versallesco y la
fauna con preferencia por ciertos animales, se complementaban con la presencia
de la mujer que surgía de las ensoñaciones artísticas del dibujante.
Posiblemente
estuvieran en lo cierto. Al menos era una bonita manera de sintetizar lo que expresaba
con su arte. Él, que siempre estuvo en la vanguardia, explorando nuevas
expresiones artísticas, dio vida a lo largo de los nueve años que residió en la
isla, a una nueva estética, conocida como “Plástica Musical”, basada en las
imágenes internas que le sugería la música de algunos de los grandes
compositores. En esa línea ejecutó una serie de obras en las que la
plasticidad de la música y sus acordes, se transformaban mágicamente en
pinceladas intrigantes que diluyen la mirada del
espectador, como El
ángel rosa en la Pasión de San Mateo de Bach, La catedral sumergida de Debussy o Danza de fuego de Falla. Por ello se le conoce como el “pintor de la música”. El cuadro Pájaros
de Fuego (1944), sugerido por una de las partituras del compositor
ruso Igor Stravinski, es una de sus obras maestras.
A Enrique Estévez Ochoa la
muerte le llegó mientras pintaba en Palma de Mallorca, en el mes de setiembre
de 1978. Subido en un andamio, mientras preparaba un lienzo de grandes dimensiones,
perdió pie y cayó. Tenía 87 años. Ya no pudo recuperarse de aquel accidente.
En los artículos de prensa
que dieron noticia de su muerte se resaltaba que: Fue un artista cosmopolita, en continua evolución, precursor de las
vanguardias y abanderado del art nouveau. Su larga vida estuvo dedicada a la
pintura, donde destaca especialmente su trabajo como ilustrador de más de 2.000
publicaciones, tanto en libros como en las principales revistas de la
época: La Esfera, Blanco y Negro, Mundo Gráfico y La Ilustración
Española y Americana, por lo que es reconocido como uno de los
mejores ilustradores del siglo XX.
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