jueves, 15 de agosto de 2019

Enrique Ochoa, ilustrador de las obras de Rubén Darío

A mediados de 1940 llega a Mallorca el pintor Enrique Ochoa. Han transcurrido tres años desde que partió para exiliarse en Francia, huyendo del horror de la guerra civil y ahora regresa para escapar de la gran guerra que asola el continente europeo. Es como si la guerra le estuviera persiguiendo desde que sus padres le llevaran a buscarla a Filipinas, cuando apenas tenía cinco años.

Ahora retorna en busca del sol de la isla de oro, de esa luz filtrada por el mar que matiza sus pinturas. Es una antigua conocida. La primera vez que estuvo en ella fue a finales de los años veinte. Entonces vivía en Pollensa, y ahora apenas se queda unos días en Palma antes de dirigirse a Valldemossa, donde busca alojamiento en el monasterio de la Cartuja. Allí piensa encontrar la calma que necesita para poder pintar, y también le parece un buen lugar para reflexionar sobre la vida y el arte. Tal vez con este propósito ocupa la celda número cuatro, la misma que alojó a Federico Chopin cien años atrás. Alguien debió de advertirle que, también en una celda cercana, se había alojado Rubén Darío treinta años antes, buscando paz espiritual y alivio para sus achaques físicos. Todas esas circunstancias, unidas a las cualidades místicas que reunía el monasterio, al recogimiento inspirado en la soledad, a la persistencia de la música y la poesía que parecían resonar entre aquellas paredes, debieron convencerle de que aquel era el lugar más adecuado para aquietar el espíritu, sobresaltado por la crueldad de la guerra.

En el aislamiento de aquella celda austera pasaron por su mente las imágenes de su niñez, el fatal viaje de ida y vuelta a Filipinas y su posterior orfandaz;  su estancia en Sevilla, para estudiar en la Escuela de Bellas Artes; su primer cuadro expuesto a los veinte años; su traslado a Madrid en 1914 y su primera exposición; su época bohemia en la que compartió vivencias con el gran Ramón Gómez de la Serna; su amistad con García Lorca y con Alberti, uno asesinado en la guerra y el otro empujado al exilio; el padrinazgo que sobre él ejerció el escritor y crítico de arte José Francés, quien le facilitó el acceso a importantes revistas y editoriales, incluida Mundo Latino, una nueva editorial que, como muchas en esos años, buscaba un concepto del libro donde la presentación cuidada y la ornamentación ocupasen un lugar destacado, y que le encargaría la ilustración de las obras completas de Rubén Darío, en las que estuvo trabajando entre 1917 y 1920.

Su mirada se emociona al recordar aquellos versos del  poeta nicaragüense que abren el poema dedicado a la Cartuja: Este vetusto monasterio ha visto, / secos de orar y pálidos de ayuno, / con el breviario y con el Santo Cristo, / a los callados hijos de San Bruno. 

No le conoció personalmente, nunca coincidieron. Cuando él llegó a Madrid en 1914, Darío se hallaba en Barcelona y de allí partió para su viaje de no retorno. Pero pudo conocerle a través de sus versos y sus artículos, ya que dedicó muchas horas a su lectura para poder ilustrar los 22 volúmenes que componían las obras completas del nicaragüense, incluyendo las portadas, los poemas y la ornamentación interior de los libros. Algunos críticos resaltaron entonces que, los dibujos que salpicaban cada volumen, revelaban una gran sintonía con los poemas. Le conmueve de manera especial el recuerdo de dos de esas poesías, Sonatina y A Margarita Debayle, a las que dedicó varias ilustraciones a toda página.

Hacer aquel trabajo le sirvió para que, poco tiempo después, entre 1921 y 1926, le encargaran la ilustración de algunas de las Obras Completas del simbolista francés Paul Verlaine, entre ellas el volumen V de sus obras completas: “Canciones para ella”, uno de sus trabajos más representativo. Decían los críticos literarios de la época que sus ilustraciones, repletas de valores simbólicos, dibujaban una naturaleza idealizada, donde la flora, el paisaje evocador, el jardín versallesco y la fauna con preferencia por ciertos animales, se complementaban con la presencia de la mujer que surgía de las ensoñaciones artísticas del dibujante.

Posiblemente estuvieran en lo cierto. Al menos era una bonita manera de sintetizar lo que expresaba con su arte. Él, que siempre estuvo en la vanguardia, explorando nuevas expresiones artísticas, dio vida a lo largo de los nueve años que residió en la isla, a una nueva estética, conocida como “Plástica Musical”, basada en las imágenes internas que le sugería la música de algunos de los grandes compositores. En esa línea ejecutó una serie de obras en las que la plasticidad de la música y sus acordes, se transformaban mágicamente en pinceladas intrigantes que diluyen la mirada del espectador, como  El ángel rosa en la Pasión de San Mateo de BachLa catedral sumergida de Debussy o Danza de fuego de Falla. Por ello se le conoce como el  “pintor de la música”. El cuadro Pájaros de Fuego (1944), sugerido por una de las partituras del compositor ruso Igor Stravinski, es una de sus obras maestras. 

A Enrique Estévez Ochoa la muerte le llegó mientras pintaba en Palma de Mallorca, en el mes de setiembre de 1978. Subido en un andamio, mientras preparaba un lienzo de grandes dimensiones, perdió pie y cayó. Tenía 87 años. Ya no pudo recuperarse de aquel accidente.

En los artículos de prensa que dieron noticia de su muerte se resaltaba que: Fue un artista cosmopolita, en continua evolución, precursor de las vanguardias y abanderado del art nouveau. Su larga vida estuvo dedicada a la pintura, donde destaca especialmente su trabajo como ilustrador de más de 2.000 publicaciones, tanto en libros como en las principales revistas de la época: La EsferaBlanco y Negro, Mundo Gráfico y La Ilustración Española y Americana, por lo que es reconocido como uno de los mejores ilustradores del siglo XX.

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