El poema “Amor, Lumen”, el día 21 de Mayo, donde se halla la
siguiente estrofa: Se me figura, a fe mía, / mirarte con languidez, / al morir
de un bello día, / en un morisco ajimez / de la hermosa Andalucía.
Y el poema “Etcétera, etcétera”, dedicado a Mariano Zelaya, en
el ejemplar correspondiente al 28 de noviembre, donde exalta la belleza de una mujer de la que dice: Y tiene esto, y tiene lo
otro, / y entre todas mi morena, / no
digo de las de aquí, / de todas las de la tierra, / inclusa la Andalucía con
sus flores de canela...; / y... mucho más, mucho más…/ En, fin, etcétera,
etcétera.
Unos
años después, en el poema “Pórtico”,
escrito en 1892 para el libro “En Tropel”, del malagueño Salvador Rueda, hace
una evocación de la geografía andaluza que él todavía no conoce personalmente: “Mira
las cumbres de Sierra Nevada, / las
bocas rojas de Málaga, lindas / y en un pandero su mano rosada / fresas recoge,
claveles y guindas. / Canta y resuena su verso de oro, / ve de Sevilla las
hembras de llama, / sueña y habita en la Alhambra del moro; / y en sus cabellos
perfumes derrama”.
Ese
mismo año escribe, también en España, El elogio de la seguidilla que fue publicado por primera vez en La
América Moderna, de Santiago de Chile, el año 1895, bajo el título de:
Canciones de España. “Pequeña
ánfora lírica de vino llena / compuesto por la dulce musa
Alegría /con uvas andaluzas, sal macarena, / flor y canela frescas de
Andalucía”.
No es hasta los primeros días de diciembre de 1903, cuando
llega Rubén Darío a tierras andaluces. Su
primer destino es Málaga. Allí se instala inicialmente en el Hotel Alhambra,
mientras busca una vivienda de alquiler, asistido por su amigo Isaac Arias,
cónsul de Colombia en Málaga y buen conocedor de la ciudad.
Y es en esta ciudad andaluza, capital de la Costa del Sol,
donde escribe su afamado poema “A
Roosevelt”. Lo sabemos porque el 17 de enero de 1904, cuando ya se halla
instalado en su nuevo domicilio en el número 9 de la calle de Fernando Camino, escribe
a Juan Ramón Jiménez, enviándole este espléndido poema, en un manuscrito de cuatro
páginas, que va dedicado al Rey Alfonso XIII, quien entonces tiene diecisiete
años. No se sabe que le motivó a incluir esa dedicatoria, de la que pronto
pareció arrepentirse, ya que como cuenta el poeta de Cádiz, en su artículo “Otro lado de Rubén Darío”, reproducido
en el número 279 de la revista madrileña Mundo Hispánico, correspondiente a
junio de 1971: “Al día siguiente recibí
un telegrama de Rubén Darío pidiéndome que suprimiera la dedicatoria”.
Es
probable, como señalan algunos autores, que el poema estuviera motivado por los sucesos de la independencia del istmo de
Panamá, ocurrida el 3 de noviembre de 1903, que fueron instigados por los
Estados Unidos. Es bastante probable que este fuera un tema recurrente en sus frecuentes
conversaciones con su amigo Isaac Arias y que los hechos le hubieran
impresionado de tal manera que se constituyeran en el punto de partida
circunstancial de este magnífico poema.
Juan
Ramón Jiménez no solo lo celebró efusivamente, llegando a decir de él que “esas estrofas de bronce y de rosas están
aprendidas en el trueno espumoso de las olas”, sino que siendo uno de los editores de la revista Helios, incluyó el
poema en el número XI, correspondiente a febrero de 1904, ilustrado en la parte
superior con una viñeta de ahorcados asediados por los buitres. Mientras que,
siguiendo la costumbre de la época, todos los versos tienen la primera letra en
mayúscula.
También escribe por las mismas fechas, a petición de Azorín
que le solicita una colaboración para su revista Alma Española, el poema sin
título “Yo soy aquel…”, un poema
personal entre biográfico y metapoético, que es sobretodo un retrato interior,
y que luego aparece como el poema-introductorio del libro Cantos de Vida y
Esperanza. Curiosa circunstancia la que se da a partir de este poema sin
título. Y es que, tanto en su versión original, cuando aparece en la
revista Alma Española en enero de 1904,
como en las primeras tres ediciones del libro, publicadas en vida del poeta, no
está dedicado a Enrique Rodó, como es habitual que ahora se reproduzca. Lo que
sí le dedica a éste es el conjunto de la primera sección del libro, de la misma
forma que la segunda sección está dedicada a Juan Ramón Jiménez y la tercera al
nicaragüense Adolfo Altamirano. Parece que si la dedicatoria a Enrique Rodó se
ha impreso a menudo a la cabeza del poema ha sido por razones de economía editorial.