lunes, 19 de agosto de 2019

Rubén Darío, Andalucía y el poema "A Roosevelt"

Influido por sus primeras lecturas, donde la cultura oriental tuvo un peso decisivo, se observa desde bien temprano la presencia de Andalucía en la poesía de Rubén Darío. En 1885, casi veinte años antes de que llegara a pisar esas tierras del sur de la península ibérica, publicó dos poemas en el diario Mercado, de Managua, en el que cita expresamente situaciones y lugares de Andalucía:

El poema “Amor, Lumen”, el día 21 de Mayo, donde se halla la siguiente estrofa: Se me figura, a fe mía, / mirarte con languidez, / al morir de un bello día, / en un morisco ajimez / de la hermosa Andalucía.

     Y el poema “Etcétera, etcétera”, dedicado a Mariano Zelaya, en el ejemplar correspondiente al 28 de noviembre, donde exalta la belleza de una mujer de la que dice: Y tiene esto, y tiene lo otro, / y entre todas mi morena,  / no digo de las de aquí, / de todas las de la tierra, / inclusa la Andalucía con sus flores de canela...; / y... mucho más, mucho más…/ En, fin, etcétera, etcétera.

    Unos años después, en el poema “Pórtico”, escrito en 1892 para el libro “En Tropel”, del malagueño Salvador Rueda, hace una evocación de la geografía andaluza que él todavía no conoce personalmente: “Mira las cumbres de Sierra Nevada, /  las bocas rojas de Málaga, lindas / y en un pandero su mano rosada / fresas recoge, claveles y guindas. / Canta y resuena su verso de oro, / ve de Sevilla las hembras de llama, / sueña y habita en la Alhambra del moro; / y en sus cabellos perfumes derrama”.

Ese mismo año escribe,  también en España, El elogio de la seguidilla que fue publicado por primera vez en La América Moderna, de Santiago de Chile, el año 1895, bajo el título de: Canciones de España. “Pequeña ánfora lírica de vino llena / compuesto por la dulce musa Alegría /con uvas andaluzas, sal macarena, / flor y canela frescas de Andalucía”. 

No es hasta los primeros días de diciembre de 1903, cuando llega Rubén Darío a tierras andaluces.  Su primer destino es Málaga. Allí se instala inicialmente en el Hotel Alhambra, mientras busca una vivienda de alquiler, asistido por su amigo Isaac Arias, cónsul de Colombia en Málaga y buen conocedor de la ciudad.

Y es en esta ciudad andaluza, capital de la Costa del Sol, donde escribe su afamado poema “A Roosevelt”. Lo sabemos porque el 17 de enero de 1904, cuando ya se halla instalado en su nuevo domicilio en el número 9 de la calle de Fernando Camino, escribe a Juan Ramón Jiménez, enviándole este espléndido poema, en un manuscrito de cuatro páginas, que va dedicado al Rey Alfonso XIII, quien entonces tiene diecisiete años. No se sabe que le motivó a incluir esa dedicatoria, de la que pronto pareció arrepentirse, ya que como cuenta el poeta de Cádiz, en su artículo “Otro lado de Rubén Darío”, reproducido en el número 279 de la revista madrileña Mundo Hispánico, correspondiente a junio de 1971: “Al día siguiente recibí un telegrama de Rubén Darío pidiéndome que suprimiera la dedicatoria”.

Es probable, como señalan algunos autores, que el poema estuviera motivado por  los sucesos de la independencia del istmo de Panamá, ocurrida el 3 de noviembre de 1903, que fueron instigados por los Estados Unidos. Es bastante probable que este fuera un tema recurrente en sus frecuentes conversaciones con su amigo Isaac Arias y que los hechos le hubieran impresionado de tal manera que se constituyeran en el punto de partida circunstancial de este magnífico poema.

Juan Ramón Jiménez no solo lo celebró efusivamente, llegando a decir de él que “esas estrofas de bronce y de rosas están aprendidas en el trueno espumoso de las olas”, sino que siendo uno de los editores de la revista Helios, incluyó el poema en el número XI, correspondiente a febrero de 1904, ilustrado en la parte superior con una viñeta de ahorcados asediados por los buitres. Mientras que, siguiendo la costumbre de la época, todos los versos tienen la primera letra en mayúscula.

También escribe por las mismas fechas, a petición de Azorín que le solicita una colaboración para su revista Alma Española, el poema sin título “Yo soy aquel…”, un poema personal entre biográfico y metapoético, que es sobretodo un retrato interior, y que luego aparece como el poema-introductorio del libro Cantos de Vida y Esperanza. Curiosa circunstancia la que se da a partir de este poema sin título. Y es que, tanto en su versión original, cuando aparece en la revista  Alma Española en enero de 1904, como en las primeras tres ediciones del libro, publicadas en vida del poeta, no está dedicado a Enrique Rodó, como es habitual que ahora se reproduzca. Lo que sí le dedica a éste es el conjunto de la primera sección del libro, de la misma forma que la segunda sección está dedicada a Juan Ramón Jiménez y la tercera al nicaragüense Adolfo Altamirano. Parece que si la dedicatoria a Enrique Rodó se ha impreso a menudo a la cabeza del poema ha sido por  razones de economía editorial.


jueves, 15 de agosto de 2019

Enrique Ochoa, ilustrador de las obras de Rubén Darío

A mediados de 1940 llega a Mallorca el pintor Enrique Ochoa. Han transcurrido tres años desde que partió para exiliarse en Francia, huyendo del horror de la guerra civil y ahora regresa para escapar de la gran guerra que asola el continente europeo. Es como si la guerra le estuviera persiguiendo desde que sus padres le llevaran a buscarla a Filipinas, cuando apenas tenía cinco años.

Ahora retorna en busca del sol de la isla de oro, de esa luz filtrada por el mar que matiza sus pinturas. Es una antigua conocida. La primera vez que estuvo en ella fue a finales de los años veinte. Entonces vivía en Pollensa, y ahora apenas se queda unos días en Palma antes de dirigirse a Valldemossa, donde busca alojamiento en el monasterio de la Cartuja. Allí piensa encontrar la calma que necesita para poder pintar, y también le parece un buen lugar para reflexionar sobre la vida y el arte. Tal vez con este propósito ocupa la celda número cuatro, la misma que alojó a Federico Chopin cien años atrás. Alguien debió de advertirle que, también en una celda cercana, se había alojado Rubén Darío treinta años antes, buscando paz espiritual y alivio para sus achaques físicos. Todas esas circunstancias, unidas a las cualidades místicas que reunía el monasterio, al recogimiento inspirado en la soledad, a la persistencia de la música y la poesía que parecían resonar entre aquellas paredes, debieron convencerle de que aquel era el lugar más adecuado para aquietar el espíritu, sobresaltado por la crueldad de la guerra.

En el aislamiento de aquella celda austera pasaron por su mente las imágenes de su niñez, el fatal viaje de ida y vuelta a Filipinas y su posterior orfandaz;  su estancia en Sevilla, para estudiar en la Escuela de Bellas Artes; su primer cuadro expuesto a los veinte años; su traslado a Madrid en 1914 y su primera exposición; su época bohemia en la que compartió vivencias con el gran Ramón Gómez de la Serna; su amistad con García Lorca y con Alberti, uno asesinado en la guerra y el otro empujado al exilio; el padrinazgo que sobre él ejerció el escritor y crítico de arte José Francés, quien le facilitó el acceso a importantes revistas y editoriales, incluida Mundo Latino, una nueva editorial que, como muchas en esos años, buscaba un concepto del libro donde la presentación cuidada y la ornamentación ocupasen un lugar destacado, y que le encargaría la ilustración de las obras completas de Rubén Darío, en las que estuvo trabajando entre 1917 y 1920.

Su mirada se emociona al recordar aquellos versos del  poeta nicaragüense que abren el poema dedicado a la Cartuja: Este vetusto monasterio ha visto, / secos de orar y pálidos de ayuno, / con el breviario y con el Santo Cristo, / a los callados hijos de San Bruno. 

No le conoció personalmente, nunca coincidieron. Cuando él llegó a Madrid en 1914, Darío se hallaba en Barcelona y de allí partió para su viaje de no retorno. Pero pudo conocerle a través de sus versos y sus artículos, ya que dedicó muchas horas a su lectura para poder ilustrar los 22 volúmenes que componían las obras completas del nicaragüense, incluyendo las portadas, los poemas y la ornamentación interior de los libros. Algunos críticos resaltaron entonces que, los dibujos que salpicaban cada volumen, revelaban una gran sintonía con los poemas. Le conmueve de manera especial el recuerdo de dos de esas poesías, Sonatina y A Margarita Debayle, a las que dedicó varias ilustraciones a toda página.

Hacer aquel trabajo le sirvió para que, poco tiempo después, entre 1921 y 1926, le encargaran la ilustración de algunas de las Obras Completas del simbolista francés Paul Verlaine, entre ellas el volumen V de sus obras completas: “Canciones para ella”, uno de sus trabajos más representativo. Decían los críticos literarios de la época que sus ilustraciones, repletas de valores simbólicos, dibujaban una naturaleza idealizada, donde la flora, el paisaje evocador, el jardín versallesco y la fauna con preferencia por ciertos animales, se complementaban con la presencia de la mujer que surgía de las ensoñaciones artísticas del dibujante.

Posiblemente estuvieran en lo cierto. Al menos era una bonita manera de sintetizar lo que expresaba con su arte. Él, que siempre estuvo en la vanguardia, explorando nuevas expresiones artísticas, dio vida a lo largo de los nueve años que residió en la isla, a una nueva estética, conocida como “Plástica Musical”, basada en las imágenes internas que le sugería la música de algunos de los grandes compositores. En esa línea ejecutó una serie de obras en las que la plasticidad de la música y sus acordes, se transformaban mágicamente en pinceladas intrigantes que diluyen la mirada del espectador, como  El ángel rosa en la Pasión de San Mateo de BachLa catedral sumergida de Debussy o Danza de fuego de Falla. Por ello se le conoce como el  “pintor de la música”. El cuadro Pájaros de Fuego (1944), sugerido por una de las partituras del compositor ruso Igor Stravinski, es una de sus obras maestras. 

A Enrique Estévez Ochoa la muerte le llegó mientras pintaba en Palma de Mallorca, en el mes de setiembre de 1978. Subido en un andamio, mientras preparaba un lienzo de grandes dimensiones, perdió pie y cayó. Tenía 87 años. Ya no pudo recuperarse de aquel accidente.

En los artículos de prensa que dieron noticia de su muerte se resaltaba que: Fue un artista cosmopolita, en continua evolución, precursor de las vanguardias y abanderado del art nouveau. Su larga vida estuvo dedicada a la pintura, donde destaca especialmente su trabajo como ilustrador de más de 2.000 publicaciones, tanto en libros como en las principales revistas de la época: La EsferaBlanco y Negro, Mundo Gráfico y La Ilustración Española y Americana, por lo que es reconocido como uno de los mejores ilustradores del siglo XX.

lunes, 12 de agosto de 2019

Rubén Darío en Málaga

Hoy, gracias a la línea de tren de alta velocidad, recorrer los 528 kilómetros que separan Madrid de la capital de la Costa del Sol, es más cómodo y rápido que nunca.

Apenas habían transcurrido dos horas y media desde que salí de Madrid cuando el tren hacía su entrada en la estación María Zambrano, en pleno centro de Málaga, y ya estaba caminando, con mi pequeño bolso en bandolera, buscando la salida y la parada de taxi.

Durante el recorrido por las calles de la ciudad hacia el hotel donde iba a hospedarme, le comenté al taxista, un muchacho de unos treinta años, que era mi primera visita a la ciudad y que solo pensaba  hacer allí una breve parada para conocer algunos lugares, ya que al día siguiente me dirigía a Marbella donde me esperaban en casa de unos viejos amigos. Él se ofreció a recogerme esa tarde en el hotel y llevarme a hacer un recorrido por la ciudad. Rechacé con cortesía su oferta, argumentando que me gustaba caminar sin prisa y dejar que la ciudad me sorprendiera. Además, argumenté, lo que me ha llevado a programar esta parada es conocer lo que queda de la estadía de Darío en esta ciudad.

Casualidades de la vida o trampas del destino, ¡quién sabe!,  el caso es que me explicó que era licenciado en filología hispánica y que precisamente había hecho su proyecto de fin de carrera sobre Salvador Rueda, el poeta modernista, malagueño, amigo de Rubén. Añadió que estaba preparando unas oposiciones y mientras tanto cubría sus gastos trabajando el taxi. El asunto es que prometió un recorrido lleno de historias sobre la estancia del poeta en la ciudad, algo que me pareció irresistible, teniendo en cuenta que el precio del paseo resultaba asequible, así que acordamos que pasaría a recogerme por el hotel a las cuatro de la tarde.

Cuando horas más tarde nos encontramos en el hall del hotel, ya traía en mente un itinerario que incluía los tres lugares que hoy recuerdan a Darío en la ciudad:

Una calle dedicada al poeta. La encontramos en un barrio residencial conocido como “Los millones”, alejado del centro y del mar. Era una calle corta, de apenas 144 metros de longitud, que en la mayor parte de su recorrido se quedaba en un estrecho pasaje peatonal, levantado en varios niveles a los que se accedía mediante un sistema de escaleras y rampas.

Un busto de piedra, obra del escultor José Planes y que fue inaugurado en 1968, situado sobre un pedestal, en el extremo oriental del Parque, cerca de la Plaza del General Torrijos, donde está la fuente de las tres Gracias y el antiguo Hospital Noble, próximo también al Paseo de los Curas. 

“Poca gente sabe esto, pero no fue casual que fuera José Planes, el gran escultor murciano, el elegido para hacer este busto de Darío –me dijo mi guía-. Era admirador del poeta y además amigo de Antonio Oliver Belmás, su paisano, a quien acompañó en las gestiones oficiales que se hicieron en 1956 para negociar la donación al Estado español, por parte de Francisca Sánchez, de todo el archivo de Darío que ella había preservado a lo largo de cuarenta años”.

Desde allí nos dirigimos a conocer la casa donde estuvo viviendo el poeta durante su estancia en la ciudad, que aún se conserva,  en el número 9 de la calle Fernando Camino, situada en un barrio popular, a dos cuadras de la playa de la Malagueta. Es un edificio de tres plantas, esbelto, de soleados balcones llenos de flores. En la planta baja, a un lado del portal hay una pescadería y al otro lado un asadero de pollos que ofrece,  en sendos rótulos a los lados de la entrada, un variado menú de platos precocinados.

“El pleno del Ayuntamiento de Málaga, urgido por la celebración del 150 aniversario del nacimiento del poeta, estuvo debatiendo en marzo de 2017 la conveniencia de colocar una placa en la fachada, advirtiendo que aquí residió Darío por seis meses. Fue una noticia que destacaron todos los diarios. No sé qué decidieron entonces pero sí que podemos ver hoy el resultado. Han transcurrido más de dos años y, como advertirás, aquí no hay placa alguna”.  Me comentó Pedro, que así se llamaba mi guía.

Hacía calor, y ya llevábamos dos horas de excursión por la ciudad, cuando le sugerí que buscáramos un lugar típico donde refrescarnos. Pareció encantado con la idea. “De hecho era algo que iba a proponer”, me dijo. Nos dirigimos hacia la calle Sánchez Pastor y allí, en la taberna Quitapenas, nos sentamos en sendos taburetes de madera a una mesa situada en una pequeña terraza adosada a la fachada. Cuando llegó el camarero le animé a que hiciera el pedido. “Aquí todo está bueno, pero estamos en Málaga, así que sin dudarlo, pescaito frito y el famoso cóctel de champán que es una receta única de la casa”. Me dijo, haciendo un guiño espontáneo como buscando mi complicidad.
Mientras degustábamos el pescaito, que eran trozos de pescado en adobo, pulpo y rosada, siguió contándome anécdotas de la estancia de Darío en Málaga.

“Darío siempre buscaba el mar, lo necesitaba. Ya has visto lo cerca que estaba su casa de la playa y él solía bajar al atardecer y sentarse en la terraza de algunos de los bares que había junto a la playa, observando el ir y venir de las olas, tal vez buscando el aliento cálido de las costas africanas. Él mismo lo describe en Tierras solares, cuando dice: Escribo a la orilla del mar, sobre una terraza a donde llega el ruido de la espuma. A pesar de la estación, está alegre y claro el día, y el cielo limpio, de limpidez mineral, y el aire acariciador. Esta es la dulce Málaga, llamada la Bella, de donde son las famosas pasas, las famosas mujeres y el vino preferido para la consagración”.

“¿Cuánto tiempo estuvo Darío en Málaga?”. Le pregunté.

“Seis meses. El 9 de diciembre de 1903 la prensa local da la noticia de que se halla en Málaga el escritor Rubén Darío, corresponsal de La Nación, de Buenos Aires, en Paris. Y en mayo de 1904 deja la ciudad. Pero no estuvo aquí todo el tiempo. Esta ciudad fue su base para visitar Sevilla, Granada y Córdoba”.

“He leído que los primeros días se alojó en el Hotel Alhambra, pero parece que ya no existe”. Comenté.

“Lo derribaron hace más de cincuenta años. Estaba en la calle Larios. Darío se hospedó allí unos diez días, mientras gestionaba el alquiler de la casa que hemos visitado y esperaba la llegada de Francisca, su compañera. Mi abuelo, que trabajaba como mozo de equipajes en el hotel, contaba que lo había conocido en aquellos días y que todas las tardes Don Rubén acudía a sentarse a la terraza del café Central, en la plaza de la Constitución, ante una taza humeante de café con leche y un plato con dos alfajores. A menudo le acompañaba Don Isaac Arias, que era el cónsul de Colombia en Málaga y con quien le unía una buena amistad. 

Estaba empezando a anochecer y puede que eso me hiciera recordar el pasaje del libro donde Darío habla de su visita al café de España, donde «Todas las noches, hay grandes bailes nacionales y cante, por la célebre cantadora por Tangos la Niña de Pomares, y el aplaudido cantador José Beda, el Jerezano».

“¿Será que todavía existe el café de España, con sus célebres espectáculos flamencos?”. Le pregunté.

Se echó a reír.

“Para serte sincero la única referencia que hay de él es lo que cuenta Darío en Tierras Solares. Alguien me dijo una vez que estaba en la Plaza de la Constitución, pero no puedo asegurar que sea cierto. Lo que sí es verdad es que allí estaba el Café de Chinitas y la descripción que Darío hace del local se ajusta mucho a la que corresponde a este lugar. Así que… ¿quién sabe?”. Me dijo, terminando su explicación con un encogimiento de hombros que más sugería misterio que incredulidad.

Cuando nos despedimos y desandaba las calles camino del hotel, a veces serpenteando, siguiendo los pasillos que dejaban en los andenes las mesas de las terrazas de los bares, siempre llenas de gente, que a esas horas disfrutaban de una conversación animada y bulliciosa, entre jarras de cerveza y vinos embocados, se me revelaba el pintoresco paisaje humano y urbano que describió Darío y que a mí volvía a hacerme  sentir la alegría contagiosa y vitalista de las ciudades mediterráneas.


jueves, 8 de agosto de 2019

Poesía inédita de Rubén Darío

Probablemente en toda la historia de la poesía en español no ha existido otro poeta del que se hayan descubierto tantos poemas, al margen de las recopilaciones realizadas luego de su muerte, como de Rubén Darío. Esto puede explicarse por varias razones:

-      Fue un poeta fue muy prolífico, que a lo largo de su vida publicó, en numerosos diarios y revistas dispersos por todo el mundo latino, poemas a los que luego perdía la pista.

-             Con frecuencia para contentar a sus admiradores, en fiestas y celebraciones, escribía sus poemas en abanicos  o en el típico álbum, aprovechando su enorme capacidad para la improvisación.

-            Atraídos por ese vasto tesoro oculto, han sido muchos los estudiosos de su obra que han expurgado en los periódicos de la época buscando esos poemas perdidos.

Por ello no es de extrañar que a lo largo de los últimos cien años se han encontrado decenas de nuevos poemas que eran desconocidos o que ya estaban olvidados aunque, por las razones enunciadas, la mayoría de ellos eran de poca o ninguna calidad; como diría Regino Boti, uno de los mayores recopiladores de la obra dispersa del poeta, muchos de ellos son poemas de ocasión y nunca deberían de haber salido del ámbito privado, festivo y casual en que fueron escritos, ni formar parte de ninguna antología y mucho menos merecían compartir páginas con los bellos poemas que habían dado tan merecida fama al poeta nicaragüense.  Están ahí porque son de Darío y poco favor le hacen. Sin embargo, a pesar de esta contundente declaración,  el mismo Boti no pudo sustraerse a cometer la misma indiscreción que denunciaba y, de forma continuada, entre 1920 y 1923 publicó tres libritos con recopilaciones de estos poemas: Hipsípilas, El Arbol del rey David, Para Hipsípilas, aunque la mayoría de ellos no eran exactamente inéditos, ya que habían aparecido en diarios y revistas cubanos, de donde él los recuperó.

Otras dos fuentes a tener en cuenta son:
- el libro: “Poesías inéditas de Rubén Darío. Edición de Ricardo Llopesa”  donde se halla casi medio centenar de poemas recogidos entre 1967 y 1987.
- el artículo. “Darío: doce poemas inéditos” de  Jorge Eduardo Arellano. Publicado en Ínsula: revista de letras y ciencias humanas, Nº 699, en 2005

También en “El cuaderno de hule negro”, un cuaderno escolar que utilizó Darío a partir de 1906, pueden encontrarse anotaciones a mano de algunos poemas en construcción, varios de ellos inéditos en el sentido más preciso del término.

De este último se ofrece el siguiente poema, con la corrección que hace el mismo Darío:

Oblaciones
Si tuviera dos corazones
yo mandara dos oraciones
que serían, la una, dos;
pues mi corazón, dulce y franco,
no confunde en su fondo blanco
al dios que es uno siendo dos
a los dos dioses siendo mi dios.

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La primera definición de inédito en el diccionario de la real academia de la lengua española es escrito y no publicado. Inédito es también desconocido, nuevo.

lunes, 5 de agosto de 2019

El escultor de la tumba de Rubén Darío

Jorge Navas nació el once de junio de 1874, en la ciudad de Granada, a 60 kilómetros de Managua, y por sus orígenes nada hacía presagiar que algún día sería llamado a esculpir en cemento armado la sepultura en la que descansarían los restos del poeta más amado de Nicaragua. Cuando aceptó ese encargo ya llevaba unos años trabajando en la Catedral de León, donde solo devengaba su salario como albañil según los días trabajados. Fue allí, mejorando su estilo con cada nueva obra como llegó a convertirse en un virtuoso de la realización de esculturas en cemento armado. La escultura en cemento era la más barata, dúctil, y que requería menos técnica y herramientas, por lo que resultaba la más conveniente en aquellos momentos y así lo debió de pensar el obispo de León al encargar las obras. El escultor .
Empezaba sus obras realizando un dibujo a tamaño real. Con ese diseño se obtenía la imagen a escala. El siguiente paso consistía en armar la estructura que podía ser de madera o de hierro. Equivale al esqueleto de la escultura. Evita que las piezas se rompan y es importante para los brazos o piernas, que se alejan del cuerpo y son puntos fáciles de romper. A continuación se rellenaba la primera carga con cemento y arena gruesa. Para ello utilizaba una parte de cal por cada tres de cemento, con el fin de conseguir una mayor plasticidad en la masa obtenida, lo que le daba más tiempo para añadir sobre lo ya hecho y corregirlo en caso necesario (Hay que señalar que todas sus estatuas son macizas). En esta primera etapa del proceso se puede añadir más mortero con la ayuda de una espátula, perfilando así los detalles más finos. Pasados alrededor de 3 días se procede a eliminar el material sobrante con un cincel o con el uso de formones, pudiendo pulir luego la superficie con escofinasPara la segunda moldeada empleaba arena fina, que permitía obtener las formas definidas del personaje dándole después un acabado exterior más fino con una lechada de cemento, previa a la aplicación de posibles acabados pictóricos.

Es él quien, ya retirado de toda actividad, da detalles de su biografía personal y artística en una carta que envía a D. Manuel Leiva y Leiva, de Managua, en la que responde a cada una de las preguntas que sobre su vida le hizo aquel en una misiva anterior. Para ello sigue el mismo esquema utilizado por su interlocutor, respondiendo una a una a cada pregunta, tal como se recoge en el libro “Jorge Navas Cordonero: breve historia de su vida y obras” publicado en 1988 por Juan M. Navas Barraza.

 Pero mejor veamos algunas de sus explicaciones, aquellas que están más centradas en su actividad artística:

VIII. Habiendo dejado los estudios a los dieciséis años, mi padre me dedicó a aprender un oficio, que fue la sastrería, la cual ejercí durante algún tiempo.

IX. Por vicisitudes mi padre me dedicó a labrar piedra en la Ermita del Panteón (Granada) y después me puso en manos del maestro albañil Don Carlos Ferrey, quien aprovechando mi inclinación al arte, dedicome únicamente al desarrollo del mismo.

X. A los veinte años hice mis primeros trabajos en la iglesia de Xalteva (Los cuatro evangelistas en el frontispicio). En la iglesia de Diriomo: San José, la Virgen de la Candelaria y San Simeón. (Estas estatuas colapsaron a finales de los años cuarenta debido a que el centro de madera cedió y tuvo que hacerlas de nuevo con ayuda de su hijo Juan José)

XI. Años más tarde hice para la Iglesia de la Merced (en Granada) trabajos de ornamentación en la capilla y esculturas.

XII. En el año 1904 me llevó a León el señor obispo Dr. Simeon Pereyra y Castellón. Trabajé 24 años en la catedral de León. 

XIX. Taller formal nunca lo tuve; trabajé en el claustro de la catedral de León y en mi casita de Granada, las obras que se me encomendaron.

XXII. Trabajé durante 1989 hasta 1954, sin éxitos ni fracasos.

XXIII. El número de obras que hice no lo recuerdo. Lo único que sé es que son incontables.

XIII. En León hice las siguientes esculturas: la estatua de la Inmaculada que está en el frontis de la Catedral; los cuatro hércules que sostienen la campana mayor; los doce apóstoles que adornan el interior de la iglesia, con sus templetes; cinco altares, cuatro grandes relieves dentro del templo y una fachada del Seminario; la tumba de Rubén Darío; la tumba de Monseñor Simeón Pereira y Castellón; cuatro leones en el atrio; toda la ornamentación y la arquitectura corintia en el interior de la Capilla del Sagrario; siete esculturas y un medallón en relieve en la misma capilla; cuatro pequeños relieves en la mesa del altar mayor con los símbolos de los evangelistas. Todo esto en cemento, material de mi predilección por su plasticidad. Más tarde hice un altar en la iglesia de la Recolección y dos esculturas en el cementerio. 

XXV. En Granada, mi ciudad natal, trabajé muy poco. Una de mis obras de más valor es el altar de Jesús de la Buena Esperanza, en la capilla de la Catedral.

(Su hija, Mercedes, recuerda que hizo numerosas obras en el cementerio de Granada, destacando entre ellas el Ángel y los relieves en la tumba de la familia Figueroa – Mora; el Jesús de la Buena Esperanza en la tumba de Pedro Guerrero Castillo; un Cristo en la tumba de Carmela Noguera; un San Luis Gonzaga en la tumba de J. Tomás Castillo; la Virgen de la Dolorosa en la tumba de la familia Malespín).

XXIV. Trabajé para amigos de Managua, Masaya, Granada, Diriomo, Nandaime, Rivas, Jinotepe, San Marcos, Matagalpa, Juigalpa, Waspan, Estelí y otros lugares, mausoleos, imágenes, altares, etc. (Trabajaba sus obras en su casa de Granada. Hasta allí llegaban a buscarlo su extensa clientela desde toda la República. Solo pedía algunos retratos de la persona a la que representaría en la estatua, sus dimensiones y rasgos característicos y personales, su peso… Con estos datos su dibujante, que en los últimos años fue Orlando Lacayo Poessy, hacía una composición artístico panorámica bajo su dirección, a partir de la cual comenzaba el trabajo de modelado).

XXVII. Estudié muchas obras de arquitectura y escultura que puso en mis manos Monseñor Pereira y Castellón. Para hacer los apóstoles de la catedral de León el obispo buscaba alguna imagen de ellos en los libros que guardaba. A partir de ellas un dibujante hacia la copia ampliada de la imagen atendiendo a las sugerencias que le hacía el obispo. También me consultaban sobre la dificultad que podía encontrar al pasarlo del papel al cemento. Recuerdo que solo con el primer apóstol puse algún inconveniente. En esa ocasión intenté advertirle de la dificultad de hacer el encargo y cuando terminé de exponer todos los inconvenientes, él me miró sonriendo, con esa mirada que tenía que era afectuosa pero también resolutiva y me dijo: No le estoy preguntando por los problemas que puede encontrar al hacerlo, le estoy pidiendo que piense en cómo solucionarlos. Todos los nicaragüenses tenemos algo especial y es que, lo que nos pongan a hacer, lo hacemos. Y si se presenta algún problema siempre lo resolvemos, aunque para ello tengamos que inventarnos una solución nueva y el resultado no sea ni duradero ni el deseado.

XXXVI. La práctica, la dedicación y el estudio me ayudaron a llevar algo de perfección a mis obras. Puse el mayor empeño en dar cuanto había en mí. Muchos han alabado mis obras y me han felicitado por ellas; quizás lo hicieron por bondad o estímulo. Otros las han criticado duramente, quizás con justicia. A unos y otros les agradezco que se hayan ocupado de ellas, que son mis hijas queridas, y en cada una de ellas puse mi mayor empeño y dejé un pedazo de mi alma, de mi vida y de mi corazón.

XXXV. Mis últimas obras las hice con ayuda de mi hijo Juan José. La última fue un San Antonio.

XXXIV. Actualmente estoy inactivo debido a mi ceguera.

Jorge Navas Cordonero falleció en Granada el catorce de agosto de 1968. Fue un entierro pobre, al que acudió muy poca gente. Prácticamente solo se veían sus numerosos hijos y nietos, sus hermanos, sobrinos y demás familiares.

En la actualidad sigue siendo un gran desconocido para el conjunto de la población, a pesar de que la Asamblea Nacional de Nicaragua instauró en su honor la Orden que lleva su nombre el 26 de octubre de 2016, con el propósito de premiar el trabajo artístico de los escultores nicaragüenses. Es un escultor que ha permanecido totalmente ignorado para la historia, al igual que otros muchos escultores en cemento que a lo largo de los últimos cien años han llenado de esculturas con aspecto marmóreo los cementerios de Nicaragua.