jueves, 30 de noviembre de 2017

1921 Primer homenaje nacional a Rubén Darío

Un sábado de octubre puse rumbo a Masaya siguiendo el itinerario inverso al que realizó Rubén Darío aquella mañana del 7 de diciembre de 1907.
El motivo de aquel viaje era conocer a don Santiago Fajardo, que posee una de las colecciones de sellos más sugerentes que se pueden ver sobre Nicaragua. Viajaba con un coleccionista de San Marcos y un maestro jubilado que había organizado la visita.
“Vaya ojeando este álbum, a ver si hay algo que le llama la atención”. Me dijo mientras ponía en mis manos un álbum de anillas, de color rojo, con las hojas protegidas por folders transparentes.
Estábamos sentados en un pequeño cuarto de poco más de dos metros cuadrados, que más parecía un pasillo entre la puerta de la calle y un patio por el que entraba la poca luz de que disponía el lugar. En una de las paredes había un mueble en el que se apilaban varias decenas de álbumes que parecían haber salido de la misma colección.
“La mayoría de ellos se los compré a un chino-nicaragüense que salió del país en los años ochenta. En ese momento disponía de algunos dólares y eran muy codiciados”. Nos aclaró.
Unos minutos después le devolví el álbum tras revisarlo afanosamente.
“¿Ha visto algo interesante?”.
“Me ha llamado la atención unos sellos partidos por la mitad. ¿Qué significan?”. Le pregunté.
“!Ah, eso es muy curioso!. En los años veinte, en algunas oficinas de Correos, cuando no tenían valores pequeños, cortaban los sellos de mayor valor por la mitad y utilizaban los pedazos para completar el valor de franqueo de las cartas. No era una práctica habitual y son muy escasos”. Nos explicó. 
 "Entonces serán valiosos".

 "Si los sellos y el franqueo fueran de los Estados Unidos, estaríamos hablando de un valor por encima de los quinientos dólares. Pero aquí en Nicaragua es difícil hasta encontrar alguien que quiera comprarlos".

 "Tal vez, usted esté buscando algo en particular" —añadió mientras reponía el álbum en el  mueble.

"Pues sí. Me interesa la serie de sellos en donde aparece por primera vez Rubén Darío" —le dije 
“Sé a la que se refiere. La de 1921. Ese año se emitió una serie de sellos para  conmemorar los cien años de la independencia nacional. En ellos estaban representadas siete personalidades que, por uno u otro motivo, habían tenido un papel importante en la historia de Nicaragua. Y el último de ellos, el de valor más alto, cincuenta centavos, se dedicó a Rubén Darío. En ese tiempo el presidente era Diego Manuel Chamorro Bolaños”.
Por fortuna tenía los álbumes bien organizados, no sé muy bien si en las estanterías o en su cabeza, y tras algunos titubeos me ofreció otro para que lo mirase.
Efectivamente allí estaban. En un excelente estado de conservación. Los siete sellos que componían la serie. Cada uno, como me había explicado, con la imagen de un personaje relevante.
“Tienen su poco de historia –siguió explicándome-- La intención del gobierno era sacar a la venta estos sellos coincidiendo con las fechas en que se celebraba la independencia, es decir 14, 15 y 16 de septiembre. Sin embargo los graves acontecimientos políticos que por esas fechas tenían lugar en el país no lo hacían recomendable”.
Según nos fue relatando don Santiago, pocos días antes, opositores al gobierno realizaron una serie de ataques armados a lo largo de la frontera de Nicaragua con Honduras y el gobierno impuso la ley marcial en todo el país. A pesar de que ninguna de estas incursiones armadas llegó a representar un verdadero problema militar, causaron grandes gastos y creó cierta inestabilidad política, obligando a cancelar algunos proyectos programados. Entre ellos el de la emisión de sellos postales prevista para esas fechas.
Semanas después, con la situación política más estable, se reprogramó la emisión de estos sellos en conmemoración de la independencia de Centroamérica para los días 23, 24 y 25 de diciembre, como puede leerse en el decreto legislativo promulgado el día 15 de octubre de 1921.
Durante más de dos horas estuvimos revisando los álbumes, encontrando curiosidades y anécdotas que, en ocasiones, servían para documentar algún detalle poco conocido de la historia de Nicaragua.
Eran ya las doce del mediodía cuando hacíamos el viaje de regreso. Al pasar por Masatepe, don Vidal sugirió que nos detuviéramos a almorzar. A mí esa clase de sugerencias me han resultado siempre irresistibles.
“¿Algún sitio en particular, algo especial que comer?”. Pregunté.
“Vaya pregunta. Estamos en Masatepe. Aquí lo típico es el mondongo”. Comentó don Vidal.
Atravesamos la ciudad, con su animado mercado local, que ya desbordaba las calles habilitadas para los puestos y se asomaba al parque central, donde varias camionetas cargadas de plátano y algunas vendedoras de ropa usada y calzado ocupaban los andenes.
Nos dirigimos al restaurante “Doña Nestor”, situado en una calle estrecha  por la que corrían, pegados a los andenes, los regueros de aguas grises que vaciaban desde las casas aledañas. Cuando entramos al local, un ancho patio de suelo de tierra, ya había algunos clientes sentados a las mesas, con sus llamativos manteles de grandes cuadros rojos y blancos. Me sentí cómodo nada más entrar. Siempre he considerado un lujo poder comer al aire libre, disfrutando de una bebida refrescante, bajo la sombra de un árbol o de un techado de madera y tejas.
Pedimos una cuajada con tortilla y media sopa para cada uno. Cuando sirvieron la taza quedé sorprendido. El mondongo venía servido en piezas grandes, acompañado con las verduras y especias típicas del país. Tengo que reconocer que estaba delicioso y no tan saturado de grasas como me temía.
Durante la sobremesa hablamos de coleccionismo, de lectura y de ajedrez. Don Vidal, que había sido educador durante más de treinta años, tiene unas ideas bastante progresistas sobre la educación, así que mantuvimos una conversación fácil y fluida en la que concordábamos sobre muchas cosas.

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Referencias:

Los sellos de 1921 de la serie del Centenario de la Independencia de Centroamérica fueron impresos en el American Bank Note de Nueva York, algo muy frecuente en aquellos años.
Los siete sellos que se emitieron fueron:
Sello de ½ centavo, dedicado al general Manuel José Arce. De origen salvadoreño, fue el primer presidente de la República Federal de Centroamérica.
Sello de 1 centavo, dedicado a José Cecilio del Valle. De origen hondureño, fue el primer presidente electo de Centroamérica.
Sello de 2 centavos, dedicado a Miguel Larreynaga. Nicaragüense, colaboró en la redacción del Acta de Independencia Centroamericana.
Sello de 5 centavos, dedicado al general Francisco Chamorro. Nicaragüense, comandante general de las fuerzas de Nicaragua durante la Guerra Nacional de 1956.
Sello de 10 centavos, dedicado al general Máximo Jerez. Nicaragüense, que tuvo un importante papel político en la Guerra Nacional.
Sello de 25 centavos, dedicado al general Pedro Joaquín Chamorro. Nicaragüense, durante su presidencia impulsó la construcción del ferrocarril al Pacífico en 1876.
Sello de 50 centavos, dedicado a Rubén Darío. Poeta, príncipe de las letras españolas.
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 (DECRETO REFERENTE A SELLOS POSTALES)

Aprobado el 15 de Octubre de 1921

Publicado en La Gaceta No. 241 de 26 de Octubre de 1921

EL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA,

Considerando que por decreto de 18 de noviembre de 1920 se dispuso emitir sellos postales conmemorativos del Centenario de nuestra Independencia Política, cuyos sellos circularían en los portes de la correspondencia que se despachara durante los días 14, 15 y 16 de septiembre  pasado. Que por estar amagada la República por un movimiento sedicioso se vio el Gobierno en el imprescindible caso de trasferir la celebración de dicho Centenario para los días 23, 24 y 25 de diciembre de este año, y por consiguiente no se llevó a efecto la circulación de los referidos sellos postales,

DECRETA:


ÚNICO: Los sellos postales conmemorativos del Centenario de nuestra Independencia Política circularán en los portes de la correspondencia que se despache durante los días 23, 24 y 25 de diciembre del corriente año, quedando así reformado, en esa parte, el mencionado Decreto del 18 de noviembre retropróximo.

Dado en el Palacio Nacional. Managua, 15 de Octubre de 1921. CHAMORRO. El Ministro de Fomento, MASÍS.

lunes, 27 de noviembre de 2017

Rubén Darío en los cafés madrileños

La noche iba cayendo lentamente sobre Madrid. Las farolas fernandinas y las luces de los automóviles que circulaban por la Castellana prolongaban durante algún tiempo la ilusión del atardecer.

Al salir de la Casa de América decidí subir caminando por el Paseo de Recoletos, dejando atrás el monumento a la diosa Cibeles. No tardé en descubrir a la izquierda la fachada, con las amplias ventanas enmarcadas en madera, del café Gijón.

Me dirigí hacia allí. Al entrar llama la atención que toda la sala está cubierta de madera, de suelo a techo, y en las paredes cuelgan decenas de cuadros, con dibujos y pinturas que cuentan la historia del local a través de los hechos o de las personalidades que por allí han pasado. En un lugar de honor destaca una placa dorada, homenaje al vendedor de tabaco Alfonso González, célebre personaje que llegó a formar parte de aquella atmósfera durante más de treinta años. En ella puede leerse "Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso, cerillero y anarquista".

Los clientes que a esa hora ocupaban la mayoría de las mesas eran gente mayor, algunos jubilados. Entre ellos abundaban los habituales del local, muchos de ellos vinculados al mundo de las letras que, en un ejercicio de nostalgia tenaz, seguían acudiendo allí a tomar su café acompañado de la bollería típica del local.

Caminé por los estrechos pasillos, entre mesas de mármol negro veteado y asientos tapizados de rojo, hasta encontrar un lugar bajo uno de los grandes espejos que cubrían la pared.

"Se ha sentado usted en el lugar que ocupaba la tertulia de los escritores y poetas". Me dijo el camarero como saludo, exhibiendo una amable sonrisa, cuando llegó a tomarme el pedido.

Los uniformes suelen crear en las personas que los visten una ilusión de edad imprecisa. En este caso la chaqueta blanca cerrada hasta el cuello, con los botones dorados y las hombreras de color rojo, junto con el pantalón azul marino, el bigote canoso y el cabello pegado a la cabeza, sugerían unos sesenta años.

“Espero no estar quitando el sitio a alguien”. Comenté.

“No hay cuidado. Hace más de veinte años que se terminó con la sana costumbre de las tertulias. Pero yo serví muchas veces el café a don Gerardo Diego en esta mesa a la que está usted sentado”. Me explicó, mientras pasaba el paño por la superficie de la mesa y colocaba a un lado el servilletero.

Inaugurado en 1888, año de connotaciones darianas, el café Gijón fue famoso por sus tertulias. Además de la ya mencionada de los escritores y poetas, también existía una tertulia de la gente del cine y el teatro. Y los pintores iban de una a otra según el día y la compañía.

Durante más de un siglo se había reunido aquí una extraña constelación formada por autores consagrados, rodeados de discípulos aventajados y algunos cultivadores tenaces del fracaso. Allí se especulaba con el arte y con la nueva literatura. Se impulsaban tendencias literarias y se alentaban posiciones políticas avanzadas. Se aplaudían las frases mordaces e inteligentes. Se agradecía la buena oratoria. Se daba por hecho la generosidad del triunfador y, en esa medida, se respetaba y se reconocía el talento.

Darío había estado allí en muchas ocasiones. La primera vez acudió con Valle-Inclán, que era un asiduo cliente del local y reconocido como la gran figura de la tertulia española. Valle-Inclán perdería su brazo en una disputa con otro contertulio que tuvo lugar en el Café de la Montaña. El percance no le impidió seguir asistiendo a estos encuentros junto a sus compañeros del 98: Jacinto Benavente, los hermanos Manuel y Antonio Machado, Azorín y Rubén Darío, entre otros. Todos ellos frecuentaban el Café de Madrid, el Lion D'or, el de Fornos o el de Levante y pasaban algunas tardes en el café Gijón.
Aquí conoció Darío a Pio Baroja y a Santiago Ramón y Cajal. Con frecuencia, el poeta nicaragüense permanecía sentado en compañía de sus amigos escritores, abstraído las más de las veces, sin participar apenas en las conversaciones.
También aquí, sentado a una de sus mesas, el 23 de junio de 1915, el crítico de arte de la revista La Esfera, José Francés, estaba escribiendo un dramático artículo en el que denunciaba el abandono que sufría el poeta en Nueva York y la enfermedad que le llevaba hacia la muerte. Y terminaba con estas palabras premonitorias:
“Nadie, ni aún tú burgués, que engordaste en todas las inconsciencias, en todas las ignorancias, en todos los prejuicios, podrías tirarle la primera piedra. Rubén Darío está más allá del bien que hizo a todos y del mal que solo se hizo a sí mismo.
Rubén Darío se muere en Nueva York. Muere como Verlaine, pobre, solitario, roído de todas las miserias de la carne y de todas las amarguras del espíritu.”
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Dónde encontrar un café literario en Madrid

Aunque con la lógica evolución, todavía hoy se pueden encontrar algunos cafés literarios en Madrid. Entre ellos destacan los siguientes:

• El dinosaurio todavía estaba allí (calle Lavapiés, 8). Un local especializado en poesía, relato y novela negra de autores independientes, todo ello combinado con una carta de platos tradiciones con un toque original. También tienen lugar actividades culturales relacionadas con la literatura tales como talleres, presentaciones o exposiciones, recitales de poesía….de los que merece la pena disfrutar.

La Fugitiva (calle de Santa Isabel, 7). Una fusión muy acertada de café y zona de lectura en la que por poco dinero puedes leer un relato mientras tomas tu bebida. Aquí la oferta es más extensa, incluyendo revistas, narrativa, género infantil. Disponen de un club de lectura (también en inglés), otro de ajedrez y de vez en cuando organizan tertulias de lo más interesantes.

• J & J Books and Coffee (calle Espiritu Santo, 47). Está formado por dos plantas, una de barra donde poder pedirte lo que quieras y un sótano donde hay filas y filas de libros en inglés de segunda mano. Una buena forma de practicar el idioma anglosajón ya sea a través de la lectura o hablando con nativos americanos o ingleses en los intercambios de idiomas que tienen lugar cada jueves.

Ocho y Medio (calle de Martín de los Heros, 11). Una tienda donde puedes encontrar multitud de productos acerca del mundo del cine, y sobre todo libros, muchos libros. Es pequeño pero muy acogedor. La parte de cafetería ofrece una variedad de platos cuyos nombres están relacionados con el séptimo arte. Y en verano habilitan una terracita de lo más apetecible para pasar la tarde.

La Infinito (calle Tres Peces, 22). Libros y café son un todo en este establecimiento. También acogen todo tipo de eventos relacionados con el arte tales como sesiones de microteatro, cuentacuentos o unos brunch muy especiales.

Verguenza ajena (calle Galileo, 56). Mitad librería mitad bar de tapas. Todos los jueves, a partir de las 21.00, tienen lugar recitales de poesía con un poeta invitado.

jueves, 23 de noviembre de 2017

Rubén Darío en los sellos de México


Solo en una ocasión estuvo el poeta nicaragüense en México, entre el 5 y el 12 de septiembre de 1910, en su viaje frustrado para asistir a las celebraciones por el centenario de la independencia mexicana. Formaba parte de la delegación que Nicaragua enviaba al evento.

Pero Darío se mantuvo muy conectado con México a través sobre todo de dos grandes amigos, Amado Nervo y Alfredo Ramos Martínez. Éste último fue un reconocido pintor mexicano al que conoció en París en 1901, y con el que compartió hasta 1909 la vida parisina, sus experiencias artísticas y mundanas. Alfredo Ramos es considerado el padre de la pintura moderna en México y precursor de los afamados muralistas mexicanos, Rivera, Orozco y Siqueiros.

En 1966, con motivo de celebrarse el cincuentenario del nacimiento del poeta nicaragüense, la administración de correos de México tomó la decisión de emitir un sello postal en homenaje a Rubén Darío.

Para el diseño del sello se eligió un retrato del poeta, pintado por Alfredo Ramos Martínez, De esta circunstancia se hace eco la Sociedad Filatélica de México, que en su Boletín número 39, correspondiente a 1966, informa también de que en esas fechas el cuadro formaba parte de la colección personal de Carlos Pellicer, poeta, escritor, museólogo, fervoroso dariano y coleccionista de arte prehispánico.

El sello se puso en circulación el 17 de marzo de 1966, con un valor facial de 1.20 pesos y una tirada de 500.000 unidades.

El encargado de realizar el grabado, en la placa de impresión que se utilizó para imprimir el sello, fue Salvador Pruneda, quien fuera periodista, miembro fundador del diario Excelsior, escritor, ilustrador y pionero del cine en México, y que ya había realizado algunos encargos de este calibre para el correo mexicano. El resultado es un excelente trabajo, en el que destaca el trazo limpio y la armonía del dibujo, características que ya aplicó en su famoso dibujo sobre Benito Juárez para otro sello postal.

De esta manera, el sello dedicado por México a Rubén Darío, se convierte en una obra de arte sobre otra obra de arte. Y así lo reconoce la Administración de Correos, que imprime al pie del sello los nombres de los dos artistas, S. Pruneda y  Ramos Martínez.

Carlos Pellicer falleció en 1977, y desde entonces el retrato de Darío, que sirvió para componer el sello postal, permaneció fuera del ámbito público. De hecho, hasta ahora, no existía en Internet ninguna foto o descripción del cuadro. Llama la atención que, entre las casi cuatrocientas obras que componen el catálogo de Alfredo Ramos,  tampoco este cuadro está registrado. Hasta que recientemente reaparece expuesto en la Universidad de Oslo. A esta institución académica fue donado en 2017 por Juan López Pellicer, sobrino de Carlos Pellicer y catedrático emérito de literatura hispánica en esa universidad noruega.

Al contemplar el cuadro, del que el sello postal es una copia estilizada, llama la atención que su estilo corresponde a una época tardía del pintor, probablemente de fecha posterior a 1920. Por lo tanto, cuando lo pinta, ya hace tiempo que Darío ha fallecido, y lo representa en una etapa de madurez, destacando en él su fuerza expresiva y un carácter firme y decidido. Si observamos la dedicatoria “A mi amigo Carlos Pellicer, hermano de Rubén”  puede pensarse que o bien fue un encargo personal o un regalo que el pintor quiso hacer a un amigo del que conocía su admiración por la obra de Darío.














Dos hechos avalan esta cronología: por un lado el estilo pictórico del cuadro, más propio de sus obras posteriores a esa fecha; y por otro lado la amistad que unió  al pintor con Carlos Pellicer.

La primera referencia que se tiene de un encuentro entre ambos, sucede con motivo de celebrarse en 1921 la asamblea para constituir la Federación de Intelectuales Latinoamericanos, en octubre de ese año, auspiciada por José Vasconcelos. Ambos son firmantes del documento. En ese momento Carlos Pellicer tenía 24 años y Alfredo Ramos 50 años. Unidos por un mismo ideal estético y político, es de suponer que, como se desprende de la dedicatoria, llegaron a consolidad una buena amistad.

Puede decirse que esta es la primera vez que el retrato de Rubén Darío está disponible para la contemplación pública y que puede así mismo verse en Internet. Para quienes no tenemos la oportunidad, a corto plazo, de ir a Oslo, podemos ahora conocerlo y disfrutarlo en este blog, gracias a la gentileza de Julián Cosmes Cuesta, que ha proporcionado esta información y las dos fotografías que acompañan el texto.

Si quiere conocer los otros retratos que Ramos Martínez pintó sobre Rubén Darío, se recomienda leer el artículo de este blog Ramos Martínez, el pintor que hizo tres retratos de Darío 



Referencias
Carlos Pellicer (1897 – 1977) poeta, escritor, museólogo, fervoroso dariano que siempre reconoció su deuda con el poeta nicaragüense y un afamado coleccionista de arte mexicano prehispánico.

Diario El Sol, Madrid, 29 octubre 1921 (Se hace eco de la Asamblea donde se constituye la Federación de Intelectuales Latinoamericanos)

Salvador Pruneda (1895 - 1985) fue el diseñador de una gran cantidad de sellos postales entre los años 1965 y 1974, por encargo de la Administración del Correo de México. En 1914 se incorporó a las tropas constitucionalistas, obteniendo el grado de Mayor. En 1917 fue fundador del periódico Excelsior. Trabajó en The Times, La Opinión y Examiner. En 1926 hizo una película de caricaturas mexicanas para el departamento de Salubridad, que fue la primera cinta hablada. Fue caricaturista del periódico El Nacional, donde creó su famosa tira cómica Don Catarino y su familia. Es autor del libro La Caricatura como arma política (INEHRM, 1965)

Julián Cosmes Cuesta se desempeña como profesor en la Universidad de Oslo. 

lunes, 20 de noviembre de 2017

La ruta turística de Rubén Darío en Asturias

Un día de mediados del mes de junio salí de Madrid rumbo al norte. Alguien me había dicho que en Asturias, en la villa costera de San Juan de la Arena, estaban promocionando una ruta turística dedicada a Rubén Darío.

Conocía bien la costa asturiana, salpicada de pueblos marineros de una singularidad conmovedora. Había estado allí en varias ocasiones, atraído por las montañas y el mar, por el carácter afable de su gente y por su gastronomía. En esta ocasión guiaba mi viaje un motivo diferente. 

La Arena, como la llaman los vecinos, es un pueblo de pescadores, de apenas mil quinientos habitantes situado junto a la ría que forma el Nalón cuando desemboca en el mar Cantábrico. Se trata de un lugar famoso por la pesca de la angula. Por ese nombre se conoce al alevín de la anguila, y es un manjar muy apreciado por los gourmets de todo el mundo. 


Al llegar allí contacté con la gente de Garabuxada, una asociación cultural que tiene como finalidad más destacada la de  promover la cultura y el turismo del lugar. Allí me explicaron que en el año 2005, coincidiendo con el centenario de la primera estancia de Darío en aquella localidad, vieron la oportunidad de rescatar la figura del poeta y al tiempo definir una identidad cultural propia para la ciudad, agrupando todas las actividades del verano bajo el nombre de “Los veranos de Rubén Darío”.

 “Darío vino aquí a pasar tres veranos. La primera vez llegó a finales de Junio de 1905*, aconsejado por Ramón Pérez de Ayala. Necesitaba descanso y aislamiento. Aquí conoció el triunfo de Cantos de Vida y Esperanza, pero venía muy tocado por la muerte reciente de su hijo Phocas”. Me explicó la joven que me había recibido en el local de la Asociación.

Pregunté por la ruta turística y José Manuel, un miembro activo de la asociación y un enamorado de su tierra, que estaba observando la conversación desde un sillón cercano, se ofreció a acompañarme para hacer el recorrido dariano.

“Se trata de un paseo, que bien puede durar una mañana. Une pueblos y lugares, a ambos lados de la ría del Nalón. Vamos a conocer el paisaje que inspiró al poeta algunas de sus crónicas periodísticas”. Me explicó, mientras extendía sobre la mesa un pequeño mapa turístico de la zona y señalaba los puntos por los que íbamos a pasar.

Quedamos en reunirnos a la mañana siguiente en el bar La Escollera, que estaba en la calle Rubén Darío. Me sorprendió la referencia pero me pareció un lugar muy apropiado.

Encontré el bar a la entrada de la calle, haciendo esquina con la calle Galerna. Dentro me estaba esperando José Manuel. Me señaló a través de los cristales un lugar hacia la ría. Ya había visto el monumento. Se trataba de una embarcación, de azulejos multicolores, varada en el césped. Una escultura monumental con la proa apuntando hacia San Esteban de Pravia, en la otra orilla de la ría.

“La hizo Juan Méjica en 2005, y se la conoce como “El barco de Rubén Darío”. Es un barco puente que simboliza la unión entre las dos orillas de la ría, que tantas veces cruzó Darío. Aquí, en La Arena, la ciudad está volcada con el recuerdo del poeta. Como ves hay una calle con su nombre, dos placas conmemorativas y una escultura”. Me explicó.

Apuramos el café y salimos al exterior. El viento traía el olor a sal y yodo. Caminamos hasta la playa cercana, un inmenso arenal de casi tres kilómetros.

“Esta es la playa del Quebranto. Aquí acudía toda la familia a tomar sus baños. Cuentan que, a veces, Darío venía por la noche para bañarse en el mar”. Me iba explicando mi guía.

“¿Se conserva la casa donde vivió?”. Le pregunté.

Señaló un lugar buscando la salida del núcleo urbano.

“La casa estaba por allí, al final de la avenida de los Quebrantos, pero ya no existe. La derribaron hace bastantes años”.

 “Se conoce si escribió aquí algún poema”. Le pregunté.

“Desde aquí mantuvo una correspondencia muy extensa. Y escribió algunos artículos para La Nación, que luego se publicaron en el libro Opiniones. Pero aquí, posiblemente donde ahora nos hallamos, vivió una experiencia singular que le causó una gran impresión”.

"!Cómo es eso!".

“Aquí, en la playa de Los Quebrantos, vivió Darío la experiencia del eclipse** de sol del 30 de agosto de 1905. Fue un eclipse total. En los cinco últimos artículos de su libro Opiniones, relata como fue su estancia en estas tierras de la costa asturiana. El último se titula: Eclipse, y en él cuenta lo que sucedió ese día”. Me explicó.

Cogimos un taxi para acercarnos a Monterrey, una aldea distante unos 5 kilómetros tierra adentro, para ver la casa de tres pisos donde se alojó Darío con su familia los veranos de 1908 y 1909. Bajo una de las ventanas del segundo piso hay una placa recordando este hecho. Me aseguró que los dueños todavía conservan el escritorio que utilizó el poeta. Enfrente de la casa, situada sobre un repecho, existe todavía un huerto de manzanos al que Rubén tenía acceso. Dentro del huerto y a la izquierda puede aún  admirarse un hórreo monumental.

“En 1908, a pocos días de su llegada, Francisca, que todavía estaba criando a Güicho, cayó enferma. El médico desaconsejó los baños de mar y se mudaron a esta casa, más alejada de la costa”. Seguía explicándome José Manuel mientras recorríamos el lugar.

“¿Cómo era su vida aquí?”. Le pregunté.

“Relajada. En ese momento ya era el embajador de Nicaragua. Lo que sabemos de su vida es a través de las referencias de Antonio Oliver, que anduvo por aquí buscando información. Cuenta que usaba batas y pijamas, lo que extrañaba mucho a los vecinos de la aldea, por lo que le apodaban “el rey”. Otra de las cosas que miraban raras es que recibiera tanto correo y estuviese siempre rodeado de botellas, periódicos y libros”.

Parados sobre una pequeña loma, observamos en silencio el cauce del rio Nalón, un espejo azul cobalto entre el verdor de las orillas.  Luego continuamos hasta cruzar la ría por un puente y retrocedimos por la otra orilla del cauce hasta llegar a San Esteban.

“Darío acostumbraba a cruzar todos los días la ría en el transbordador para venir a este lado. Embarcaba en La Arena y una vez en esta orilla se dirigía a la fonda-restaurante El Brillante, que ya tampoco existe. Allí solía reunirse con el propietario, Edmundo Díaz, y con Rafael de Altamira. De esas tardes nos queda el recuerdo de uno de los camareros que le servía en el restaurante, el cual contaba que: “Hablaba poco don Rubén y daba buenas propinas. Escribía en unos papeles pequeños que llevaba doblados en el bolsillo y siempre con lápiz-tinta. De ajenjo sólo bebía una pequeña copa, a sorbos, y muchas veces no la terminaba. Iba casi siempre de chaqué y bombín y no con el traje de los veraneantes de entonces, que era de pantalón blanco y chaqueta azul. Algunas veces le acompañaban amigos, como don Edmundo, que era director y propietario de un gran periódico que entonces se hacía en San Esteban [La Ilustración Asturiana]”.

Regresamos a La Arena cruzando el Nalón en barca. Apenas eran 150 metros de ría, los que navegamos a bordo de “La Carmela”, una lancha turística que comunica las dos orillas en unos diez minutos.

Cuando llegamos a tierra firme eran ya las dos de la tarde y José Manuel propuso que fuéramos a almorzar. La gastronomía asturiana, como la de toda la costa cantábrica, es abundante tanto en cantidad como en variedad.

“Elige el lugar. Tú tienes la ventaja de conocer la zona”. Le dije.

“En La Arena se come bien en cualquier parte. Pero hoy vamos a ir al restaurante El Pescador. Está cerca y he quedado allí con unos amigos”.

Cuando llegamos el salón de comidas estaba prácticamente lleno. Al entrar nos hicieron señas desde una mesa. Nos acercamos y José Manuel me presentó a sus amigos. Eran Pedro y Alberto, profesores en el instituto cercano. Ya estaban entretenidos con unos vasos de vino blanco y unas olivas.

En seguida se acercó el camarero a tomarnos nota. El menú del día costaba 20 euros y auguraba un auténtico festín. Pregunté por las famosas angulas del lugar y me dijeron que se trataba de un producto de temporada, que solo se podía pescar de noviembre a marzo. Me dejé aconsejar y me recomendaron que de primero pidiera “pote de berzas con bogavante”, que era la especialidad de la casa. Y de segundo me decanté por merluza del pincho con salsa de oricios (erizos de mar). Para el postre lo tenía claro, unas porciones de tocino de cielo que hacía años que no comía.

El almuerzo transcurrió entre conversaciones y bromas sobre la celebración anual de la procesión marinera de San Telmo. Al final, mientras el camarero nos servía un licor de hierbas en unos vasitos helados, un líquido cristalino, con tonalidades verdes, aromático y lleno de sabor, “cortesía de la casa, para ayudarnos con la digestión”, volvió la conversación a girar en torno a Rubén Darío. Tenía curiosidad por escuchar a los dos profesores de instituto.

“Darío es más que un poeta. Él, cuando llega a un lugar, se interesa por la historia de la zona, por su cultura, se documenta, lee lo que se ha escrito y busca conocer a los intelectuales de la zona. Y además le gusta observar lo que hace el pueblo llano, conoce sus costumbres, sus tradiciones, habla con los campesinos y los marineros. Es alguien que trata de integrarse en los lugares en los que vive. Por eso Tierras Solares es uno de mis libros preferidos”. Comentó Pedro.

“Pues a mí, lo que siempre me llamó la atención de Darío, fue su respeto, incluso su admiración por las lenguas vernáculas, el lenguaje popular, el que la gente humilde hablaba en las distintas zonas de España, en lugar del castellano.En esa época el bable era el lenguaje habitual en el medio rural y entre los marineros asturianos. Y Darío lo menciona en sus artículos para La Nación. Lo estudia y lo entiende y además escribe en bable para que sus lectores puedan también apreciar la riqueza expresiva del idioma”. Señaló Alberto.

“Pero ya no se escucha. –me lamenté—Llevo dos días en Asturias y aun no lo he escuchado. A ver, hablar algo entre vosotros”.
Se echaron a reir.

“Voy a hacer algo mejor. –me dijo José Manuel—Te voy a escribir algo para que te lo lleves de recuerdo”.

Sacó una pequeña libreta y con un bolígrafo escribió lo siguiente:
 “Yá se qu’a lo meyor vais dicime, ¿Qué sentíu tien falar equí de Rubén Darío? Pues que se yo, pero ye que veréis. Con ocasión del centenariu milenta periódicos y revistes dediquen númberos especiales nos que falen del poeta, pero denguno tien el detalle d’alcordase de que pasó n’Asturies tres branos y siempre dixo que, pa él, fueren inolvidables. Y nun craís qu’aquellos branos yeren de 15 díes, yeren de dos meses o tres”.
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Referencias

*“Me he venido a un rincón asturiano, pequeño, solitario, sin más casino que ásperas rocas, ni más automóviles que los cangrejos, ante el caprichoso Cantábrico. Está el pueblo de San Esteban de Pravia a un paso de Oviedo, junto a la desembocadura del Nalón. La ría semeja más bien un lago. En frente se divisa un viejo castillo en ruinas que da nombre a un cercano caserío; y más allá del lado del mar, está la población de Arenas. Más allá no debía decir, sino más acá, puesto que escribo en ella, en una casita nueva y fresca, que tiene un mirador frente a las olas”.
(….) “El mar  llega algunas veces, cuando hay tormenta, hasta lamer los muros de esta casa. Las barcas de los pescadores saltan entonces entre olas inmensas, luchando por entrar, en tanto que aquí, en la orilla, las mujeres gritan y rezan angustiadas...”  Rubén Darío. Opiniones 1906

**“La luz se había ido poniendo rojiza, y flotaba sobre el mar y sobre la tierra como una extrañeza fantasmagórica. Y fué de pronto el eclipse total. Al crepúsculo enfermizo que iba en progresión, sucedió una noche súbita, no de completa obscuridad, sino iluminada vagamente por uno como temeroso efluvio de luz. Vi los rostros de las gentes lívidos. Las gallinas habían buscado su refugio nocturno; (…)
En larga banda pasó un ejército de gaviotas, quizá en busca de los nidos. Un repentino frío invadió la atmósfera. Sentí un verdadero malestar físico y una innegable inquietud moral. Mis ojos contemplaban allá arriba un astro milenario, un meteoro de funestos augurios. Yo no había visto nunca un eclipse (…)”. Rubén Darío. Opiniones 1906



lunes, 13 de noviembre de 2017

Donde está la biblioteca personal de Rubén Darío


¿Qué se hizo de la biblioteca personal de Rubén Darío?. El poeta no habla de ella en sus cartas conocidas. Pero no cabe duda de que tenía una abundante colección de libros.
Por un lado estaban aquellos que él adquiría personalmente. Un buen ejemplo lo tenemos cuando en “Libros viejos a orillas del Sena”, detalla sus paseos por los puestos de libros usados y de viejo de la orilla del Sena, en París, y cuenta como rescata algunos libros de sus amigos latinoamericanos comprándolos a precios de saldo. Incluso, en un ejercicio de humildad, dice haber comprado un libro de Prosas Profanas por 30 céntimos, al que además habían borrado la dedicatoria. 
A estos, que son muchos, hay que sumarle los libros que recibía de sus amigos o de escritores noveles de América y de España, que buscaban la opinión del maestro y, en su caso,  una reseña favorable. Son muchas las cartas escritas o recibidas por Darío, conservadas en el Archivo de la Universidad Complutense de Madrid, en las que se mencionan los libros, en primeras ediciones, que le envían escritores desde todos los países de habla española, a veces solicitados por él y en muchas otras ocasiones para pedir su parecer o invocar su padrinazgo.
Por eso no cabe duda de que Darío debía poseer una abundante biblioteca que, en sus últimos años debió tener en París y más tarde en Barcelona, en la casa de la calle Tiziano número 16, desde donde partió en su último viaje hacia América.
Me intrigaba esta cuestión y Madrid parecía un buen lugar para intentar averiguar algo sobre el destino de aquella biblioteca singular. Por ello, cuando buscaba primeras ediciones de sus libros en las librerías de viejos, siempre acababa haciendo la misma pregunta: “¿Sabe usted algo sobre la biblioteca personal de Darío?”.

Curiosamente, una vez más de manera casual, encontré alguna respuesta en el lugar menos esperado. Sucedió en uno de los puestos de libros de la Cuesta de Moyano, en esa larga hilera de casetas situadas a un costado del Jardín Botánico, que avanza desde el Paseo del Prado hasta una de las entradas al Retiro.

Le había pedido al librero que me buscara libros de Rubén Darío, en ediciones anteriores a 1920. Se quedó unos minutos pensativo. Rebuscando en la memoria. En ese momento no tenía nada, me dijo. Pero, como buen vendedor, no dejó escapar la oportunidad y sacó algunos libros para mostrármelos.

“Creo que esto le interesará. Son ediciones anteriores a 1920.”. Me dijo.

Claro que aquello me interesaba. Sobre todo cuando entre ellos descubrí el libro “Arias Tristes” de Juan Ramón Jiménez. Una edición príncipe de 1903. Estaba reencuadernado en media piel y, aunque le faltaba la cubierta original, se miraba un libro sólido y hermoso.
“Solo por curiosidad –le dije-- ¿cuánto cuesta el libro?”.
“Se lo puedo dejar en dos mil quinientos euros. Está en muy buen estado y es una rareza bibliográfica”. Me contestó.
Pasé las hojas buscando alguna firma autógrafa, algo que personalizase el ejemplar.
 “Ese libro que tiene en las manos probablemente estuvo en la biblioteca personal de Darío”. Insistió el librero.
Aquello me pareció interesante. Le pedí que se explicara.
“Bueno, es sabido que Juan Ramón envió este libro a Rubén Darío a París en 1903. Su amistad era grande y estaban empezando a colaborar en la edición de Cantos de Vida y Esperanza. Darío tuvo en su biblioteca un ejemplar de este libro. Bien pudo ser este”. Me explicó.
“No parece tener ninguna señal que lo atestigüe. Y qué pasó con la biblioteca cuando Darío murió. ¿Se sabe algo?”.
“Muy poco. Probablemente quedó al cuidado de su compañera, de Francisca”.
“Claro. Pero ella carecía de recursos para mantenerse y tuvo que trasladarse a Madrid a mediados de 1915. Se refugió en casa de un hermano. Y allí es donde recibe la noticia del fallecimiento de Darío.  Qué hizo con la biblioteca, se  la trajo consigo?  La tenía en Madrid?”.
El librero pareció pensarlo durante unos segundos.
“Se supone que sí, que la tenía aquí. Aunque esto es solo una suposición basada en que, en esos días, Darío todavía estaba vivo. Pero desde ese momento todo son rumores y suposiciones. Lo que sí se sabe con seguridad, porque existe el documento de venta, es que en abril de 1916, dos meses después de la muerte de Darío, la Universidad de Harvard adquiere a un librero de Madrid llamado Joaquín Medinilla un lote de 60 libros que se dice que pertenecían a la biblioteca del poeta.”.

Luego transcurrieron ochenta años hasta que una revisión, primero casual y luego minuciosa, de esos libros permitió en 1997 descubrir que uno de ellos, “Eglantinas” del poeta argentino Pedro J. Naon, quien se lo había enviado a Darío en 1901, contiene en las páginas en blanco dos poemas autógrafos de Darío, en primeras versiones: “Caracol” y “Marina”, que luego publicó en 1903 en la revista Caras y Caretas y más tarde incluyó en su libro Cantos de Vida y Esperanza en 1905. Al parecer el libro no le había gustado especialmente y utilizó sus páginas en blanco para escribir sus propios poemas.
También, en los márgenes del libro, hay otras dos poesías que hasta entonces habían permanecido inéditas. Uno es un poema de seis líneas que empieza con las palabras “Tristeza, tristeza”, el otro es un poema más largo llamado “Epístolas” y dedicado a Amado Nervo.

“Cómo es posible que pasaran ochenta años antes de que alguien se diera cuenta”. Le dije. Y era más un comentario, un reproche colectivo, que una pregunta.

“Eso pasa porque sobre Darío hay mucho escrito, pero hay muy poco leído”. Me dijo.

Y añadió“Lo más curioso es que en ese lote no hay ningún libro de sus amigos españoles, Valle Inclán, Unamuno, Machado, Juan Ramón Jiménez. Apenas destaca en el lote un solo libro de Leopoldo Lugones. Falta lo mejor de la biblioteca personal del poeta nicaragüense”.

Salí de aquella conversación con la esperanza, más bien ilusoria, de que había encontrado una pista y que tal vez si daba con las personas adecuadas podría descubrir algo más. Pero los días pasaron y al concluir mi estancia en Madrid seguía teniendo las mismas preguntas.
¿Dónde fue a parar el grueso de la biblioteca personal de Darío? ¿Se habrá dispersado en negocios de librerías de viejo? ¿Estará en alguna librería universitaria, esperando en las estanterías numeradas a que algún estudiante o investigador descubra algún inédito? 


Referencias
En diciembre de 1997, David Whitesell, un catalogador de libros raros, descubrió por casualidad en un anaquel de la biblioteca Widener, de Harvard, un libro que contenía en sus páginas en blanco, las más próximas a la contraportada, algunos poemas manuscritos de Rubén Darío. El libro era “Eglantinas”, del poeta argentino Pedro J. Naón, quien se lo había enviado a Darío en 1901
Partiendo de la teoría de que este libro podía formar parte de la biblioteca privada de Darío, dirigió su investigación a las compras de libros realizadas por la Universidad a comienzos del siglo XX, descubriendo que este libro había sido adquirido a un librero de Madrid, Joaquín Medinilla, en abril de 1916, en una lista de 180 ejemplares.
En un trabajo detectivesco logró localizar todos los libros de la lista, a pesar de estar dispersos en la Biblioteca, y pudo verificar que al menos 43 habían pertenecido a la biblioteca personal de Darío

En la actualidad los libros se conservan  en la Biblioteca Houghton, especializada en la conservación de libros raros, dentro de la Biblioteca de Harvard College, Harvard University.