Un día de mediados del mes de
junio salí de Madrid rumbo al norte. Alguien me había dicho que en Asturias, en
la villa costera de San Juan de la Arena, estaban promocionando una ruta turística
dedicada a Rubén Darío.
Conocía bien la costa
asturiana, salpicada de pueblos marineros de una singularidad conmovedora. Había
estado allí en varias ocasiones, atraído por las montañas y el mar, por el
carácter afable de su gente y por su gastronomía. En esta ocasión guiaba mi viaje un motivo diferente.
La Arena, como la
llaman los vecinos, es un pueblo de pescadores, de apenas mil quinientos habitantes situado junto a la ría que forma el Nalón cuando desemboca en el mar Cantábrico. Se trata de un lugar famoso por
la pesca de la angula. Por ese nombre se conoce al alevín de la anguila, y es
un manjar muy apreciado por los gourmets de todo el mundo.
Al llegar allí contacté con la gente de Garabuxada, una asociación
cultural que tiene como finalidad más destacada la de promover la cultura y el turismo del lugar.
Allí me explicaron que en el año 2005, coincidiendo con el centenario de la
primera estancia de Darío en aquella localidad, vieron la oportunidad de
rescatar la figura del poeta y al tiempo definir una identidad cultural propia
para la ciudad, agrupando todas las actividades del verano bajo el nombre de
“Los veranos de Rubén Darío”.
“Darío vino aquí a pasar tres veranos. La
primera vez llegó a finales de Junio de 1905*, aconsejado por Ramón Pérez de
Ayala. Necesitaba descanso y aislamiento. Aquí conoció el triunfo de Cantos de
Vida y Esperanza, pero venía muy tocado por la muerte reciente de su hijo
Phocas”. Me explicó la joven que me había recibido en el local de la Asociación.
Pregunté por la ruta turística y
José Manuel, un miembro activo de la asociación y un enamorado de su tierra, que
estaba observando la conversación desde un sillón cercano, se ofreció a
acompañarme para hacer el recorrido dariano.
“Se trata de un paseo, que bien
puede durar una mañana. Une pueblos y lugares, a ambos lados de la ría del
Nalón. Vamos a conocer el paisaje que inspiró al poeta algunas de sus crónicas
periodísticas”. Me explicó, mientras extendía sobre la mesa un pequeño mapa
turístico de la zona y señalaba los puntos por los que íbamos a pasar.
Quedamos en reunirnos a la
mañana siguiente en el bar La Escollera, que estaba en la calle Rubén Darío. Me
sorprendió la referencia pero me pareció un lugar muy apropiado.
Encontré el bar a la entrada de
la calle, haciendo esquina con la calle Galerna. Dentro me estaba esperando José
Manuel. Me señaló a través de los cristales un lugar hacia la ría. Ya había
visto el monumento. Se trataba de una embarcación, de azulejos multicolores,
varada en el césped. Una escultura monumental con la proa apuntando hacia San
Esteban de Pravia, en la otra orilla de la ría.
“La hizo Juan Méjica en 2005, y
se la conoce como “El barco de Rubén Darío”. Es un barco puente que simboliza
la unión entre las dos orillas de la ría, que tantas veces cruzó Darío. Aquí,
en La Arena, la ciudad está volcada con el recuerdo del poeta. Como ves hay una
calle con su nombre, dos placas conmemorativas y una escultura”. Me explicó.
Apuramos el
café y salimos al exterior. El viento traía el olor a sal y yodo. Caminamos
hasta la playa cercana, un inmenso arenal de casi tres kilómetros.
“Esta es la playa del
Quebranto. Aquí acudía toda la familia a tomar sus baños. Cuentan que, a veces,
Darío venía por la noche para bañarse en el mar”. Me iba explicando mi guía.
“¿Se conserva la casa donde
vivió?”. Le pregunté.
Señaló un lugar buscando la
salida del núcleo urbano.
“La casa estaba por allí, al
final de la avenida de los Quebrantos, pero ya no existe. La derribaron hace
bastantes años”.
“Se conoce si escribió aquí algún poema”. Le
pregunté.
“Desde aquí mantuvo una
correspondencia muy extensa. Y escribió algunos artículos para La Nación, que
luego se publicaron en el libro Opiniones. Pero aquí, posiblemente donde ahora
nos hallamos, vivió una experiencia singular que le causó una gran impresión”.
"!Cómo es eso!".
“Aquí, en la playa de Los
Quebrantos, vivió Darío la experiencia del eclipse** de sol del 30 de agosto de
1905. Fue un eclipse total. En los cinco últimos artículos de su libro
Opiniones, relata como fue su estancia en estas tierras de la costa asturiana. El
último se titula: Eclipse, y en él cuenta lo que sucedió ese día”. Me explicó.
Cogimos un taxi para acercarnos
a Monterrey, una aldea distante unos 5 kilómetros tierra adentro, para ver la
casa de tres pisos donde se alojó Darío con su familia los veranos de 1908 y
1909. Bajo una de las ventanas del segundo piso hay una placa recordando este hecho. Me aseguró que los dueños todavía
conservan el escritorio que utilizó el poeta. Enfrente de la casa, situada
sobre un repecho, existe todavía un huerto de manzanos al que Rubén tenía
acceso. Dentro del huerto y a la izquierda puede aún admirarse un hórreo monumental.
“En 1908, a pocos días de su
llegada, Francisca, que todavía estaba criando a Güicho, cayó enferma. El
médico desaconsejó los baños de mar y se mudaron a esta casa, más alejada de la
costa”. Seguía explicándome José Manuel mientras recorríamos el lugar.
“¿Cómo era su vida
aquí?”. Le pregunté.
“Relajada. En ese
momento ya era el embajador de Nicaragua. Lo que sabemos de su vida es a través
de las referencias de Antonio Oliver, que anduvo por aquí buscando información.
Cuenta que usaba batas y pijamas, lo que extrañaba mucho a los vecinos de la aldea,
por lo que le apodaban “el rey”. Otra de las cosas que miraban raras es que
recibiera tanto correo y estuviese siempre rodeado de botellas, periódicos y
libros”.
Parados sobre una pequeña loma,
observamos en silencio el cauce del rio Nalón, un espejo azul cobalto entre el
verdor de las orillas. Luego continuamos
hasta cruzar la ría por un puente y retrocedimos por la otra orilla del cauce
hasta llegar a San Esteban.
“Darío acostumbraba a cruzar
todos los días la ría en el transbordador para venir a este lado. Embarcaba en La Arena y una vez en esta orilla se dirigía a la
fonda-restaurante El Brillante, que ya tampoco existe. Allí solía reunirse con el propietario, Edmundo Díaz, y con
Rafael de Altamira. De esas tardes nos queda el recuerdo de uno de los
camareros que le servía en el restaurante, el cual contaba que: “Hablaba poco
don Rubén y daba buenas propinas. Escribía en unos papeles pequeños que llevaba
doblados en el bolsillo y siempre con lápiz-tinta. De ajenjo sólo bebía una
pequeña copa, a sorbos, y muchas veces no la terminaba. Iba casi siempre de
chaqué y bombín y no con el traje de los veraneantes de entonces, que era de
pantalón blanco y chaqueta azul. Algunas veces le acompañaban amigos, como don
Edmundo, que era director y propietario de un gran periódico que entonces se
hacía en San Esteban [La Ilustración Asturiana]”.
Regresamos a La Arena cruzando
el Nalón en barca. Apenas eran 150 metros de ría, los que navegamos a bordo de
“La Carmela”, una lancha turística que comunica las dos orillas en unos diez
minutos.
Cuando llegamos a tierra firme
eran ya las dos de la tarde y José Manuel propuso que fuéramos a almorzar. La gastronomía
asturiana, como la de toda la costa cantábrica, es abundante tanto en cantidad
como en variedad.
“Elige el lugar. Tú tienes la
ventaja de conocer la zona”. Le dije.
“En La Arena se come bien en
cualquier parte. Pero hoy vamos a ir al restaurante El Pescador. Está cerca y
he quedado allí con unos amigos”.
Cuando llegamos el salón de
comidas estaba prácticamente lleno. Al entrar nos hicieron señas desde una
mesa. Nos acercamos y José Manuel me presentó a sus amigos. Eran Pedro y
Alberto, profesores en el instituto cercano. Ya estaban entretenidos con unos
vasos de vino blanco y unas olivas.
En seguida se acercó el
camarero a tomarnos nota. El menú del día costaba 20 euros y auguraba un
auténtico festín. Pregunté
por las famosas angulas del lugar y me dijeron que se trataba de un producto de
temporada, que solo se podía pescar de noviembre a marzo. Me dejé aconsejar y me recomendaron que de primero pidiera “pote
de berzas con bogavante”, que era la especialidad de la casa. Y de segundo me
decanté por merluza del pincho con salsa de oricios (erizos de mar). Para el postre
lo tenía claro, unas porciones de tocino de cielo que hacía años que no comía.
El almuerzo transcurrió entre
conversaciones y bromas sobre la celebración anual de la procesión marinera de
San Telmo. Al final, mientras el camarero nos servía un licor de hierbas en
unos vasitos helados, un líquido cristalino, con tonalidades verdes, aromático
y lleno de sabor, “cortesía de la casa, para ayudarnos con la digestión”,
volvió la conversación a girar en torno a Rubén Darío. Tenía curiosidad por
escuchar a los dos profesores de instituto.
“Darío es más que un poeta. Él,
cuando llega a un lugar, se interesa por la historia de la zona, por su
cultura, se documenta, lee lo que se ha escrito y busca conocer a los intelectuales
de la zona. Y además le gusta observar lo que hace el pueblo llano, conoce sus
costumbres, sus tradiciones, habla con los campesinos y los marineros. Es
alguien que trata de integrarse en los lugares en los que vive. Por eso Tierras Solares es uno de mis libros preferidos”. Comentó Pedro.
“Pero ya no se escucha. –me
lamenté—Llevo dos días en Asturias y aun no lo he escuchado. A ver, hablar algo
entre vosotros”.
Se echaron a reir.
“Voy a hacer algo mejor. –me
dijo José Manuel—Te voy a escribir algo para que te lo lleves de recuerdo”.
Sacó una pequeña libreta y con
un bolígrafo escribió lo siguiente:
“Yá se qu’a lo meyor vais dicime, ¿Qué sentíu
tien falar equí de Rubén Darío? Pues que se yo, pero ye que veréis. Con ocasión
del centenariu milenta periódicos y revistes dediquen númberos especiales nos
que falen del poeta, pero denguno tien el detalle d’alcordase de que pasó
n’Asturies tres branos y siempre dixo que, pa él, fueren inolvidables. Y nun craís
qu’aquellos branos yeren de 15 díes, yeren de dos meses o tres”.
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Referencias
*“Me he venido a un rincón asturiano, pequeño, solitario, sin más casino que ásperas rocas, ni más automóviles que los cangrejos, ante el caprichoso Cantábrico. Está el pueblo de San Esteban de Pravia a un paso de Oviedo, junto a la desembocadura del Nalón. La ría semeja más bien un lago. En frente se divisa un viejo castillo en ruinas que da nombre a un cercano caserío; y más allá del lado del mar, está la población de Arenas. Más allá no debía decir, sino más acá, puesto que escribo en ella, en una casita nueva y fresca, que tiene un mirador frente a las olas”.
(….) “El mar llega algunas veces, cuando hay tormenta,
hasta lamer los muros de esta casa. Las barcas de los pescadores saltan
entonces entre olas inmensas, luchando por entrar, en tanto que aquí, en la
orilla, las mujeres gritan y rezan angustiadas...” Rubén Darío. Opiniones 1906
**“La luz se había ido poniendo rojiza,
y flotaba sobre el mar y sobre la tierra como una extrañeza fantasmagórica. Y
fué de pronto el eclipse total. Al crepúsculo enfermizo que iba en progresión,
sucedió una noche súbita, no de completa obscuridad, sino iluminada vagamente
por uno como temeroso efluvio de luz. Vi los rostros de las gentes lívidos. Las
gallinas habían buscado su refugio nocturno; (…)
En larga banda pasó un ejército de gaviotas, quizá en busca de los nidos. Un repentino frío invadió la atmósfera. Sentí un verdadero malestar físico y una innegable inquietud moral. Mis ojos contemplaban allá arriba un astro milenario, un meteoro de funestos augurios. Yo no había visto nunca un eclipse (…)”. Rubén Darío. Opiniones 1906
En larga banda pasó un ejército de gaviotas, quizá en busca de los nidos. Un repentino frío invadió la atmósfera. Sentí un verdadero malestar físico y una innegable inquietud moral. Mis ojos contemplaban allá arriba un astro milenario, un meteoro de funestos augurios. Yo no había visto nunca un eclipse (…)”. Rubén Darío. Opiniones 1906
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