lunes, 6 de noviembre de 2017

Aparecen nuevas ediciones príncipe de Azul

A primeros de abril de dos mil diecisiete ya estaba de regreso en Managua y publiqué en el diario La Prensa un artículo donde básicamente contaba mis experiencias en Chile y ese encuentro afortunado con el bibliófilo que tenía la única primera edición conocida de Azul en papel Holanda.

A raíz de este artículo, y como testimonio del alcance que tienen hoy día las redes sociales y de la globalidad de la comunicación, recibí sendos mensajes de dos personas, primero a través del periódico y luego directamente en mi página de Facebook, avisándome de que ellas también poseían ejemplares de la primera edición de Azul, de 1888, en papel Holanda.

Me sorprendió. Después de 130 años transcurridos desde la publicación del libro, un artículo casual en un diario centroamericano había sido el detonante para que salieran a la luz dos nuevos ejemplares de una tirada que se consideraba de una rareza singular. Según la ley estadística eso era bastante improbable.

La primera señora que me contactó lo hizo desde Malmöe, Suecia, y era descendiente directa de Andrés Bello (poeta, filósofo, educador, político y diplomático, considerado uno de los humanistas más importantes de América, fallecido en Chile en 1865), y nieta del insigne poeta venezolano Humberto Tejera, coetáneo de Rubén Darío, fallecido en México en 1971 a los 81 años. Para corroborar estos datos me hizo llegar recortes de periódicos de la época que ponían de manifiesto esa relación y se comprometió a enviarme fotos del libro cuando lo tuviera en sus manos, ya que ella residía en Suecia y el libro había quedado en México, en custodia de su madre, quién a su vez lo había heredado de su padre Humberto Tejera.

Para dar fuerza a su historia me comentaba que en su casa siempre había oído hablar de ese libro como algo especial, de mucho valor tanto sentimental como económico, y personalmente estaba convencida de que sus páginas eran papel Holanda.

La otra persona que me contactó lo hizo desde León, en Nicaragua. También estaba convencida de la rareza de su libro y la historia que me contó ayudaba a dar crédito a su afirmación. Doña Nini,  es descendiente del ilustre leonés José Francisco Aguilar,  y su ejemplar tiene una dedicatoria escrita por Darío, con su firma, fechada de su puño y letra en 1889, durante su breve paso por Nicaragua. Era muy probable que el propio Darío trajera en ese viaje algunos ejemplares del libro en su valija y los regalara a algunas personas con los que le unían vínculos de amistad o de agradecimiento.

Ambas estaban interesadas primero en verificar la singularidad de sus libros y luego en venderlos a alguien que pudiera apreciarlos y les diera el cuidado adecuado. Son libros antiguos que requieren de una conservación muy dedicada y a menudo cara.

Les pedí que me enviaran algunas fotos del libro. En ocasiones la foto de una página, si ha sido tomada sin flash, puede servir para descartar el tipo de papel en que ha sido hecho, aunque difícilmente sirva para verificarlo. Cada tipo de papel envejece de manera diferente.

Las fotos que me enviaron no eran concluyentes. Pero si daban cuenta del excelente estado de conservación en que se hallaban los libros.

Yo también deseaba que alguno de los dos libros estuviera impreso en papel Holanda, ¿y por qué no los dos?, pero en las conversaciones que mantuvimos me di cuenta que habían basado su primer juicio en la foto del libro que había aparecido en La Prensa junto con mi artículo. La foto mostraba el libro abierto y en una de las páginas podía leerse la dedicatoria a don Federico Varela y en la otra podía verse la inscripción: “De este libro se han tirado 20 ejemplares en papel Holanda, numerados (1 a 20). Un ejemplar en papel Japón”.

Para quien solo tiene a la vista un ejemplar y no tiene la posibilidad de compararlo con otros, esta inscripción puede verse como un testimonio de que estamos ante uno de esos veinte o veintiún ejemplares. Pero no. Lo cierto es que la inscripción se encuentra en cada uno de los 500 ejemplares que se editaron en papel de celulosa, el tipo de papel corriente en que se imprimían por esa época la mayoría de los libros.

Ambos ejemplares habían sido reencuardenados, en formato de cubierta acartonada, probablemente para protegerlos y al mismo tiempo integrarlos en una biblioteca personalizada donde todos los ejemplares guardaran una apariencia similar.

A los dos les faltaba la cubierta original y el lomo había desaparecido dentro de la nueva encuadernación, por lo que no había manera de comprobar si estaban numerados, según detallaba la inscripción.

Algo que me ha llamado la atención, en la media docena de ejemplares de Azul de 1888 que he visto, es que ya salieron de imprenta después de pasar por la guillotina, ya que las hojas se muestran uniformes, listas para la lectura, y no tienen esas barbas tan características de las hojas que necesitan abrirse con un cuchillo para poder leerlas, y que a un grupo de bibliófilos muy selectos les fascina encontrar en los libros antiguos.

Lo que no cabe duda es que ambos ejemplares están cargados de historia y  que valdría la pena documentarlos. Su huella histórica podría hablarnos de acontecimientos que transcenderían el de la historia familiar de las personas que ahora los poseen.


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