A primeros de abril de dos mil diecisiete ya
estaba de regreso en Managua y publiqué en el diario La Prensa un artículo
donde básicamente contaba mis experiencias en Chile y ese encuentro afortunado
con el bibliófilo que tenía la única primera edición conocida de Azul en papel
Holanda.
A raíz de este artículo, y
como testimonio del alcance que tienen hoy día las redes sociales y de la
globalidad de la comunicación, recibí sendos mensajes de dos personas, primero
a través del periódico y luego directamente en mi página de Facebook,
avisándome de que ellas también poseían ejemplares de la primera edición de
Azul, de 1888, en papel Holanda.
Me sorprendió. Después de
130 años transcurridos desde la publicación del libro, un artículo casual en un
diario centroamericano había sido el detonante para que salieran a la luz dos
nuevos ejemplares de una tirada que se consideraba de una rareza singular.
Según la ley estadística eso era bastante improbable.
La
primera señora que me contactó lo hizo desde Malmöe, Suecia, y era descendiente
directa de Andrés Bello (poeta, filósofo, educador, político y diplomático,
considerado uno de los humanistas más importantes de América, fallecido en
Chile en 1865), y nieta del insigne poeta venezolano Humberto Tejera, coetáneo
de Rubén Darío, fallecido en México en 1971 a los 81 años. Para corroborar
estos datos me hizo llegar recortes de periódicos de la época que ponían de
manifiesto esa relación y se comprometió a enviarme fotos del libro cuando lo
tuviera en sus manos, ya que ella residía en Suecia y el libro había quedado en
México, en custodia de su madre, quién a su vez lo había heredado de su padre
Humberto Tejera.
Para dar fuerza a su
historia me comentaba que en su casa siempre había oído hablar de ese libro
como algo especial, de mucho valor tanto sentimental como económico, y
personalmente estaba convencida de que sus páginas eran papel Holanda.
La otra persona que me
contactó lo hizo desde León, en Nicaragua. También estaba convencida de la
rareza de su libro y la historia que me contó ayudaba a dar crédito a su
afirmación. Doña Nini, es descendiente
del ilustre leonés José Francisco Aguilar,
y su ejemplar tiene una dedicatoria escrita por Darío, con su firma,
fechada de su puño y letra en 1889, durante su breve paso por Nicaragua. Era
muy probable que el propio Darío trajera en ese viaje algunos ejemplares del
libro en su valija y los regalara a algunas personas con los que le unían
vínculos de amistad o de agradecimiento.
Ambas estaban interesadas
primero en verificar la singularidad de sus libros y luego en venderlos a
alguien que pudiera apreciarlos y les diera el cuidado adecuado. Son libros
antiguos que requieren de una conservación muy dedicada y a menudo cara.
Les pedí que me enviaran
algunas fotos del libro. En ocasiones la foto de una página, si ha sido tomada
sin flash, puede servir para descartar el tipo de papel en que ha sido hecho,
aunque difícilmente sirva para verificarlo. Cada tipo de papel envejece de
manera diferente.
Las fotos que me enviaron no
eran concluyentes. Pero si daban cuenta del excelente estado de conservación en
que se hallaban los libros.
Yo también deseaba que
alguno de los dos libros estuviera impreso en papel Holanda, ¿y por qué no los
dos?, pero en las conversaciones que mantuvimos me di cuenta que habían basado
su primer juicio en la foto del libro que había aparecido en La Prensa junto
con mi artículo. La foto mostraba el libro abierto y en una de las páginas
podía leerse la dedicatoria a don Federico Varela y en la otra podía verse la
inscripción: “De este libro se han tirado
20 ejemplares en papel Holanda, numerados (1 a 20). Un ejemplar en papel
Japón”.
Para quien solo tiene a la
vista un ejemplar y no tiene la posibilidad de compararlo con otros, esta
inscripción puede verse como un testimonio de que estamos ante uno de esos
veinte o veintiún ejemplares. Pero no. Lo cierto es que la inscripción se
encuentra en cada uno de los 500 ejemplares que se editaron en papel de
celulosa, el tipo de papel corriente en que se imprimían por esa época la
mayoría de los libros.
Ambos ejemplares habían sido
reencuardenados, en formato de cubierta acartonada, probablemente para
protegerlos y al mismo tiempo integrarlos en una biblioteca personalizada donde
todos los ejemplares guardaran una apariencia similar.
A los dos les faltaba la
cubierta original y el lomo había desaparecido dentro de la nueva
encuadernación, por lo que no había manera de comprobar si estaban numerados,
según detallaba la inscripción.
Algo que me ha llamado la
atención, en la media docena de ejemplares de Azul de 1888 que he visto, es que
ya salieron de imprenta después de pasar por la guillotina, ya que las hojas se
muestran uniformes, listas para la lectura, y no tienen esas barbas tan
características de las hojas que necesitan abrirse con un cuchillo para poder
leerlas, y que a un grupo de bibliófilos muy selectos les fascina encontrar en
los libros antiguos.
Lo que no cabe duda es que
ambos ejemplares están cargados de historia y
que valdría la pena documentarlos. Su huella histórica podría hablarnos
de acontecimientos que transcenderían el de la historia familiar de las
personas que ahora los poseen.
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