Darío llegó a Diriamba el
7 de diciembre de 1907. Hizo el viaje en tren desde Masaya. Fue un recorrido triunfal. Un viaje de ida y vuelta, en el que recibió el agasajo del
pueblo y de las autoridades locales a lo largo del camino.
Han transcurrido ya 110 años
de ese viaje y nada se conserva en Diriamba que permita situar aquella visita.
La vía férrea entre Jinotepe y Diriamba ha desaparecido hace tiempo. En lo que
fue la estación de Diriamba nada queda del edificio y ahora se ubica allí el
mercado municipal. No se conoce ninguna fotografía tomada en el lugar. Solo en el
magnífico artículo escrito en 1983 por Raúl Sánchez Velásquez “UN VAGÓN DE
FLORES PARA RUBÉN DARÍO” puede leerse un testimonio literario de aquel viaje
memorable.
En homenaje al poeta el parque de Diriamba tiene el nombre de Darío y hay una estatua de concreto pintada en
colores vivos y lisos, en la que se representa al poeta de cuerpo entero, a
tamaño real, vestido con el traje de embajador.
Hace algunas semanas
caminaba cerca del parque cuando vi aparecer por la esquina sur de la basílica
de San Sebastián, una bella construcción que ennoblece la ciudad, a un paisano con aspecto de vagabundo, los pies descalzos y
ennegrecidos y el saco a la espalda lleno de residuos, latas vacías y hojas de
periódico. Me llamó la atención que se detuviera en el arcén, dejara el saco en
el suelo y buscando con la mirada hacia el centro del parque, poniéndose la
mano en la frente a modo de visera, exclamara con voz ronca y entusiasta:
“!Hola, Darío! Ahora voy a saludarte”.
Dejó el saco con sus posesiones abandonado en el arcén, cruzó la calle y fue a situarse junto al
pedestal que sostiene la estatua del poeta. “¡Pero qué te han hecho!
–exclamó—Te falta una mano. Bueno, pero aún te queda la mano con la que
escribes”.
Durante años conocí la estatua sin la mano en la que sostenía el sombrero de gala. La habían arrancado y por el muñón asomaba la varilla de hierro que le daba soporte. Repusieron la mano a tiempo para celebrar el centenario de su fallecimiento. Y poco después desapareció la otra mano. Y así sigue. Me vino a la memoria el discurso que pronunciaron al alimón García Lorca y Neruda en Buenos Aires en 1934, donde Lorca plantea una pregunta que aquí parece premonitoria: Dónde está la mano de Rubén Darío?
Me resultó curioso aquel
monólogo ante la estatua mutilada, de la que cada uno puede sacar sus propias conclusiones. De la misma forma que sacará
sus conclusiones de otro episodio que viví recientemente, cuando tuve la
oportunidad de colaborar en un taller sobre Rubén Darío y el cuaderno de hule
negro. Lo organizó el MinEd y estaba dirigido a los educadores de institutos
tanto públicos como privados de Diriamba.
Me sentí agradecido, tanto
por el interés que mostraron siguiendo las explicaciones como por sus
aportaciones llenas de conocimiento y reflexiones documentadas. Algunos docentes fueron aún
más entusiastas en sus comentarios.
--Amo toda la obra de Rubén
Darío.—exclamó una profesora de literatura de San Gregorio— En todas sus
poesías, incluso en las aparentemente menos logradas, se puede descubrir alguna
genialidad.
--Podemos transmitir a los
alumnos nuestras emociones al hablar de Darío, pero cuesta mucho conseguir que
ellos lo lean con el mismo sentimiento con el que nosotras lo
hacemos.—argumentó otra docente.
--Y lo intentamos. Sin ir
más lejos, el año pasado, para finalizar el curso, programamos una actividad en
la que los alumnos tenían que recitar una poesía de Darío adaptada a un ritmo
moderno. Les dimos toda libertad para
que definieran el ritmo y la escenografía. La mayoría eligieron el reggaeton
como medio expresivo. Fue todo un acontecimiento. Se estudiaron y aprendieron
las poesías como nunca y se esforzaron en hacer de cada declamación un
espectáculo. –concluyó una profesora del colegio la Salle.
No pude asistir a ese
evento, pero si puedo dar fe del compromiso de estos docentes. Pude escuchar
sus comentarios, sus aportaciones mientras realizaban en pequeños grupos un
trabajo de análisis sobre la “Epístola a la señora de Lugones”, un poema muy
controversial en el momento de su publicación en enero de 1907, en el que Darío
nos ofrece una descripción tanto de la realidad que está viviendo como del
estado de ánimo con que la vive.
Hasta mi posición en la mesa
a la que estaba sentado llegaban sus palabras. Les oía hablar con entusiasmo de
alejandrinos, hemistiquios, encabalgamientos, ditirambos, neologismos, mientras
iban desgranando poco a poco la poesía, deconstruyéndola para entender como
había sido concebida y lo que el poeta había querido transmitir en ella. El
resultado que presentaron fue realmente excelente, a pesar del escaso tiempo
que tuvieron para realizarlo.
En un pequeño descanso que
realizamos, mientras compartíamos un fresco de té de Jamaica
y un paquetito de galletas, cortesía del MinEd, una joven profesora comentó
algo personal que me resultó a la vez curioso y significativo.
--Yo me llamo Rubenia. Nunca
me ha gustado mi nombre. Cuando le he reclamado a mi mamá, que también es profesora,
dice que me llamó así porque cuando estaba embarazada de mí soñó la noche del
parto con Rubén Darío, que el poeta le ponía su mano sobre el vientre y que yo
me quedaba quieta y sonreía. Que esa fue la primera vez que me vio sonreír.
Ahora, después de oírle a usted, que no es nicaragüense, hablar con ese
entusiasmo de la obra de Darío, empiezo a sentirme más a gusto con mi nombre.
No sé. Tal vez todos sean ejemplos de una misma realidad. Tal vez, cada
uno en su contexto, nos están hablando de la vigencia profunda y actual del
personaje, del significado que tiene la figura de Darío en la cultura
nicaragüense. No sé. Que cada uno saque sus propias consecuencias.
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