martes, 31 de octubre de 2017

Rubén Darío también estuvo en Diriamba

Darío llegó a Diriamba el 7 de diciembre de 1907. Hizo el viaje en tren desde Masaya. Fue un recorrido triunfal. Un viaje de ida y vuelta, en el que recibió el agasajo del pueblo y de las autoridades locales a lo largo del camino.

Han transcurrido ya 110 años de ese viaje y nada se conserva en Diriamba que permita situar aquella visita. La vía férrea entre Jinotepe y Diriamba ha desaparecido hace tiempo. En lo que fue la estación de Diriamba nada queda del edificio y ahora se ubica allí el mercado municipal. No se conoce ninguna fotografía tomada en el lugar. Solo en el magnífico artículo escrito en 1983 por Raúl Sánchez Velásquez “UN VAGÓN DE FLORES PARA RUBÉN DARÍO” puede leerse un testimonio literario de aquel viaje memorable.

En homenaje al poeta el parque de Diriamba tiene el nombre de Darío y hay una estatua de concreto pintada en colores vivos y lisos, en la que se representa al poeta de cuerpo entero, a tamaño real, vestido con el traje de embajador.

Hace algunas semanas caminaba cerca del parque cuando vi aparecer por la esquina sur de la basílica de San Sebastián, una bella construcción que ennoblece la ciudad, a un paisano con aspecto de vagabundo, los pies descalzos y ennegrecidos y el saco a la espalda lleno de residuos, latas vacías y hojas de periódico. Me llamó la atención que se detuviera en el arcén, dejara el saco en el suelo y buscando con la mirada hacia el centro del parque, poniéndose la mano en la frente a modo de visera, exclamara con voz ronca y entusiasta: “!Hola, Darío! Ahora  voy a saludarte”. Dejó el saco con sus posesiones abandonado en el arcén, cruzó la calle y fue a situarse junto al pedestal que sostiene la estatua del poeta. “¡Pero qué te han hecho! –exclamó—Te falta una mano. Bueno, pero aún te queda la mano con la que escribes”.

Durante años conocí la estatua sin la mano en la que sostenía el sombrero de gala. La habían arrancado y por el muñón asomaba la varilla de hierro que le daba soporte. Repusieron la mano a tiempo para celebrar el centenario de su fallecimiento. Y poco después desapareció la otra mano. Y así sigue. Me vino a la memoria el discurso que pronunciaron al alimón  García Lorca y Neruda en Buenos Aires en 1934, donde Lorca plantea una pregunta que aquí parece premonitoria: Dónde está la mano de Rubén Darío?

Me resultó curioso aquel monólogo ante la estatua mutilada, de la que cada uno puede sacar sus propias conclusiones. De la misma forma que sacará sus conclusiones de otro episodio que viví recientemente, cuando tuve la oportunidad de colaborar en un taller sobre Rubén Darío y el cuaderno de hule negro. Lo organizó el MinEd y estaba dirigido a los educadores de institutos tanto públicos como privados de Diriamba.

Me sentí agradecido, tanto por el interés que mostraron siguiendo las explicaciones como por sus aportaciones llenas de conocimiento y reflexiones documentadas. Algunos docentes fueron aún más entusiastas en sus comentarios.

--Amo toda la obra de Rubén Darío.—exclamó una profesora de literatura de San Gregorio— En todas sus poesías, incluso en las aparentemente menos logradas, se puede descubrir alguna genialidad.

--Podemos transmitir a los alumnos nuestras emociones al hablar de Darío, pero cuesta mucho conseguir que ellos lo lean con el mismo sentimiento con el que nosotras lo hacemos.—argumentó otra docente.

--Y lo intentamos. Sin ir más lejos, el año pasado, para finalizar el curso, programamos una actividad en la que los alumnos tenían que recitar una poesía de Darío adaptada a un ritmo moderno.  Les dimos toda libertad para que definieran el ritmo y la escenografía. La mayoría eligieron el reggaeton como medio expresivo. Fue todo un acontecimiento. Se estudiaron y aprendieron las poesías como nunca y se esforzaron en hacer de cada declamación un espectáculo. –concluyó una profesora del colegio la Salle.

No pude asistir a ese evento, pero si puedo dar fe del compromiso de estos docentes. Pude escuchar sus comentarios, sus aportaciones mientras realizaban en pequeños grupos un trabajo de análisis sobre la “Epístola a la señora de Lugones”, un poema muy controversial en el momento de su publicación en enero de 1907, en el que Darío nos ofrece una descripción tanto de la realidad que está viviendo como del estado de ánimo con que la vive.

Hasta mi posición en la mesa a la que estaba sentado llegaban sus palabras. Les oía hablar con entusiasmo de alejandrinos, hemistiquios, encabalgamientos, ditirambos, neologismos, mientras iban desgranando poco a poco la poesía, deconstruyéndola para entender como había sido concebida y lo que el poeta había querido transmitir en ella. El resultado que presentaron fue realmente excelente, a pesar del escaso tiempo que tuvieron para realizarlo.

En un pequeño descanso que realizamos, mientras compartíamos un fresco de té de Jamaica y un paquetito de galletas, cortesía del MinEd, una joven profesora comentó algo personal que me resultó a la vez curioso y significativo.

--Yo me llamo Rubenia. Nunca me ha gustado mi nombre. Cuando le he reclamado a mi mamá, que también es profesora, dice que me llamó así porque cuando estaba embarazada de mí soñó la noche del parto con Rubén Darío, que el poeta le ponía su mano sobre el vientre y que yo me quedaba quieta y sonreía. Que esa fue la primera vez que me vio sonreír. Ahora, después de oírle a usted, que no es nicaragüense, hablar con ese entusiasmo de la obra de Darío, empiezo a sentirme más a gusto con mi nombre.

No sé. Tal vez todos sean  ejemplos de una misma realidad. Tal vez, cada uno en su contexto, nos están hablando de la vigencia profunda y actual del personaje, del significado que tiene la figura de Darío en la cultura nicaragüense. No sé. Que cada uno saque sus propias consecuencias.

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