lunes, 15 de agosto de 2022

La presencia de Rubén Darío en las escuelas de Nicaragua

       A las ocho de la mañana, en un todoterreno cargado con cuatro mesas plegables, un ordenador portátil, material escolar diverso y más de doscientos cuentos organizados en tres cajas, salimos de Diriamba, una pequeña ciudad a cuarenta kilómetros de Managua, situada en un altiplano donde el clima es suave y húmedo y la tierra es fértil y generosa. Nuestro destino es Paso Real, una comunidad rural situada a diez kilómetros, donde hay una escuela a la que asisten los niños y niñas, de entre seis y doce años, que residen en un radio de cinco kilómetros, una distancia que algunos tardan en recorrer entre una hora y hora y media.

     Está empezando la temporada de invierno y la lluvia aún no ha desbaratado los caminos, convirtiéndolos en intransitables, aunque ya ha ido erosionando la tierra y abriendo profundos arroyos por donde circula el agua, que termina acumulando barro en los lugares más bajos. En cualquier caso, hay que confiar en la habilidad del conductor y en el conocimiento que tiene del terreno. Entre bache y bache, podemos disfrutar de un paisaje siempre entretenido y en ocasiones fascinante, de un verde abundante y profundo, salpicado con algunas plantaciones de plátano, planteles abandonados de café y decenas de árboles de jocote llenos de fruto. En los claros, donde se ha limpiado el monte, se divisan pequeñas casas de madera vieja y arqueada, rematadas con techos de chapa oxidada. A unos metros de cada casa llama la atención un cubículo hecho de chapa ondulada y brillante. Es el retrete con su fosa séptica, que recientemente les ha donado una fundación alemana.

     Media hora después hemos llegado a nuestro destino, un grupo escolar que consta de dos filas de construcción con un patio en medio. Es fácil distinguirlos porque las paredes están pintadas de azul y blanco, los colores de la bandera de Nicaragua. A un lado del patio se encuentra el almacén, donde se guarda el material de clase y los víveres para preparar la merienda escolar. Al otro lado están las dos aulas. En una se dan las clases simultáneas para los tres primeros años de Primaria. En la otra se atienden las clases de los tres últimos grados. Entre las puertas de las dos aulas, adosado a la pared hay un mural hecho con una lámina de plywood, reforzada con reglas de madera sin pulir, donde se ensalza la figura de Rubén Darío, héroe nacional de Nicaragua, a base de recortes de periódicos y papeles de colores que contienen fechas claves de su biografía y su obra. Una imagen que se repite, con pocas variantes, en todas las escuelas del país, en los vestíbulos de acceso a las alcaldías municipales y hasta en los centros de salud. En la mayoría de los casos al mural de Darío le acompaña otro, de idéntica manufactura, dedicado a Cesar Augusto Sandino, el otro héroe nacional, aunque éste sea de consumo estrictamente local.

     Cuando llegamos, los alumnos están en las clases y hasta nosotros llegan sus voces agudas  a través de las puertas y ventanas abiertas. Desplegamos las mesas junto a la pared y comenzamos a distribuir los cuentos sobre ellas.

     Cuando nos asomamos al aula de los más pequeños, el profesor, que ya ha advertido nuestra presencia, nos recibe con un ademán de bienvenida y luego nos ofrece la atención de los alumnos.

    –Ya conocéis a los amigos de la Biblioteca Semillas. Veamos qué actividad nos proponen hoy –les dice a los alumnos.

    –Hola a todos –les saluda Maynor–. ¡Qué bien que os veo tan alegres y animados! ¿Os habéis acordado de traer los libros para el intercambio?

    –Síííí –. El grito es unánime.

    –Estupendo. ¿Y qué queréis que hagamos hoy?

    Los chavalos parecen indecisos. Sonríen, algunos ocultan la cara entre las manos. No se deciden.

    -¿Leemos un cuento? –les propone

    Parece que hay acuerdo.

    –Vamos a leer uno de los cuentos que más me gusta, “Ferdinando el toro”. Pero tenéis que ayudarme –les anuncia, levantando el brazo para mostrar el cuento que sostiene en la mano.

    Comienza a leer, y al hacerlo va actuando con la voz y a veces con algún gesto de las manos y el cuerpo, apoyando el discurrir de la historia. También hace preguntas al auditorio para involucrarlo en el discurrir del cuento.

    Cuando, acompañado del alborozo de los niños, acaba la lectura teatralizada del cuento, el profesor propone un aplauso para premiar su esfuerzo y luego les pide que preparen sus libros y salgan al patio con ellos. Aquella es la señal de inicio del recreo y de la actividad de préstamo de libros.

    Todos se agolpan alrededor de las mesas y ojean los cuentos, escogiendo unos y dejando otros. Se fijan mucho en los dibujos y en los colores. No parece importarles que las letras sean más o menos grandes, pero observo que se sienten atraídos por los libros que proponen algún misterio en el título.

    Con las nuevas adquisiciones bajo el brazo se ponen a la fila que se ha ido formando ante la mesa de control de préstamo. Uno a uno, entregan primero los libros ya leídos, que se van cotejando en el ordenador, luego se anotan los que se van a llevar a la casa, donde los tendrán durante quince días, hasta que regrese al colegio la biblioteca móvil, si es que la meteorología lo permite.

    Mientras tanto Anke ha entrado en la clase de los mayores y está proponiéndoles una manualidad. En esta ocasión se trata de confeccionar un mural sobre la paz, algo tan deseado en estas fechas. Para ello lleva unas hojas fotocopiadas con el mismo dibujo para todos: la silueta de una paloma, una bandera y unas flores, que cada uno rellenará de color según su criterio.

     Una vez finalizada la actividad, Anke les pregunta:

     -¿Cuántos poetas hay en esta clase?

    Se miran unos a otros indecisos, algunos señalan al compañero, y poco a poco se van levantando las manos.

    -Cinco poetas en una clase de veinte. Eso está muy bien. ¿Y cual es vuestro poeta preferido?

    - Rubén Darío -a la voz de unos pocos se van uniendo poco a poco el resto, creando la sensación de un eco prolongado entre las paredes del aula.

    -Veamos entonces. Necesitamos un voluntario que nos recite algo del poeta.

    Tres o cuatro manos se extienden con el índice señalando a un chaval de unos diez años. No necesita más para levantarse. Anke le indica que espere a su señal para comenzar.

    -¿Qué poema vas a recitar? -le pregunta.

    -Caupolican.

    Al gesto de aliento de Anke comienza a recitar el poema. Mueve poco las manos, que mantiene pegadas al cuerpo, en su voz apenas se advierten inflexiones, con ninguna pausa, dando la impresión de que solo está poniendo en juego su memoria.

    Cuando acaba, todos aplaudimos y alabamos el poema y al declamador.

    -No hay semana que no dediquemos una hora a recitar poemas de Rubén Darío. A veces los utilizamos para enseñar a leer. Cada uno tiene su preferido, pero casi todos se inclinan por los poemas épicos -nos advierte el profesor, que ha seguido la declamación acompañando con el movimiento de los labios las palabras del alumno.

    Más tarde, mientras estamos recogiendo todo el material, vemos llegar a algunas mujeres a la escuela. Son madres de alumnos a las que ese día les correspondió preparar y distribuir la merienda escolar. Los víveres se distribuyen en la propia escuela a comienzos de semana y las mujeres se encargan de cocinarlos en sus casas para luego traerlos a la escuela en grandes perolas. En platillos de plástico van sirviendo el arroz con frijoles acompañado de un pedazo de plátano cocido. Luego los reparten a los alumnos que esperan su turno, junto con una bebida casera hecha a base de cereal.

    Hora de irnos. Nos despedimos de los profesores y los alumnos. En el camino de regreso todos nos mostramos eufóricos. La actividad ha funcionado de maravilla y los chavales se ilusionaron con sus nuevos libros.

    (Este artículo es un homenaje a la Fundación Semillas, una organización no gubernamental, con sede en Diriamba, una pequeña ciudad en el pacífico de Nicaragua, que recientemente fue cancelada por el gobierno).

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