Se
puede decir que toda esta andadura, que me ha llevado por algunos lugares de
España y de América, empezó en mayo de 2016. Un
año especialmente grato para la literatura castellana porque nos permitía
celebrar la obra de dos grandes escritores a uno y otro lado del Atlántico de
habla española: Cervantes y Rubén Darío, con motivo de cumplirse cuatrocientos
y cien años respectivamente del fallecimiento de estos dos grandes genios.
La casualidad afortunada, que muchas veces ha guiado mi descubrimiento de Rubén Darío, propició que el décimo día de este mes me hallase en Madrid, asistiendo a una mesa redonda sobre el poeta nicaragüense en la Biblioteca Nacional de España. Los ponentes eran los catedráticos de Literatura española Rocío Oviedo y Teodosio Fernández y el poeta y bibliófilo Luis Alberto de Cuenca.
La casualidad afortunada, que muchas veces ha guiado mi descubrimiento de Rubén Darío, propició que el décimo día de este mes me hallase en Madrid, asistiendo a una mesa redonda sobre el poeta nicaragüense en la Biblioteca Nacional de España. Los ponentes eran los catedráticos de Literatura española Rocío Oviedo y Teodosio Fernández y el poeta y bibliófilo Luis Alberto de Cuenca.
Tengo
que admitir que el principal motivo que me llevó hasta allí era poder conocer y
escuchar a la única persona con la que, unos días antes lo había descubierto al leer un artículo suyo en el
diario El País, coincidía en la valoración
del poema “Epístola a la señora de Lugones”. Aunque luego descubrí que
también teníamos en común otras aficiones; ya que Luis Alberto, aparte de su
obra como poeta, es conocido por ser un afamado y tenaz coleccionista de papel,
como él suele señalar: “Me gusta el papel en todas sus formas, libros,
estampillas postales, escrituras antiguas, cromos o vitolas de puros”.
Durante
la mesa redonda, en la animada conversación que mantenía con los otros ponentes,
comentó que hacía algunos años había adquirido, en una librería de viejo en
Madrid, uno de los poemas que formaban parte del libro Cantos de vida y
esperanza, manuscrito y firmado por Darío. No era, según sus palabras, uno de
los mejores poemas del libro pero era bastante significativo. No tenía título,
a no ser que así se considerara su primer verso “!Oh, miseria de toda lucha por
lo finito…!”. Eran dos cuartillas y en la primera de ellas figuraba en una
esquina la leyenda escrita por el autor de Platero y yo: “Regalo de Juan
Ramón”.
“Como
es sabido, Darío regaló todos los manuscritos, que sirvieron para editar Cantos
de Vida y Esperanza, a Juan Ramón Jiménez, en agradecimiento por la ayuda que
éste le brindó en la preparación y edición del libro. También se conoce que éste,
años después, le regaló a Gregorio Marañón el manuscrito de “Canción de otoño en primavera”, y que ahora está en los archivos de la Real Academia Española de la Lengua. El grueso de manuscritos fue donado en 1949 a la
Biblioteca del Congreso de Estados Unidos.
Pero, comenta el propio Juan Ramón, que algunos de esos manuscritos originales los
regaló a personas inapropiadas. Posiblemente, el que ha llegado a mis manos,
sea uno de esos poemas mal regalados”. Explicó Luis Alberto a una audiencia que
llenaba el salón de actos de la Biblioteca Nacional.
Al
terminar el acto formal me acerqué al pequeño grupo que se había formado junto
al poeta con la intención de escuchar sus comentarios. También tenía algunas
preguntas que me habían surgido al escuchar sus palabras.
Luis
Alberto estaba hablando de como en 1994, en una licitación realizada en la casa
de subastas Fernando Durán, el Estado Español había ejercido el derecho de
tanteo para igualar su puja ganadora, y le había quitado de las manos un
ejemplar de Azul de 1888, de rara belleza. “No se lo perdono. –comentaba con cierta
ironía— La Biblioteca Nacional ya tenía otros dos ejemplares. Bueno, también yo
tenía uno en mi colección, pero éste era una joya”.
Una
joven le preguntó por el manuscrito de Rubén.
“Si.
Ya he dicho que hay otros mejores en el libro. Pero éste tiene algo especial. Y
como ahora es mío he procurado documentarlo todo lo posible. Lo que nunca he
conseguido saber es a quién se lo regaló Juan Ramón Jiménez”.
“¿Y
qué hay de cierto en la historia de que el poema “Nocturno”, del mismo grupo de
manuscritos de Cantos de Vida y Esperanza, tiene una parte escrita con la
sangre de Darío?”. Le preguntó alguien más.
“En
realidad se trata de la firma. Juan Ramón Jiménez decía que Darío escribió en
él sus iniciales con su propia sangre. No sabemos en qué circunstancias se
produjo este hecho”.
“Pero
… ¿es cierto?”. Insistió.
“Yo
no lo he visto. Aunque, y esto es un suceso curioso, en 1922 con motivo de una
colecta pública que estaban organizando algunos periódicos españoles, para mitigar la
hambruna que había en la antigua Unión Soviética, provocada por la guerra civil
que asolaba ese país, Juan Ramón ofreció al director del diario El Sol, de
Madrid, los 22 manuscritos que conservaba de los poemas de Cantos de Vida y
Esperanza, para que fueran subastados y contribuir así con esa recaudación
benéfica. Como reclamo Juan Ramón explicaba en la carta que envió al director
del periódico, que ese poema “Nocturno”,
el número 7, que empieza “Quiero expresar mi angustia en versos …”, llevaba la
sangre de Darío en la firma”.
“Supongo
que nadie llegó a adquirir los manuscritos porque, treinta años después Juan
Ramón, que vivía exiliado en los Estados Unidos, los donó a la Librería del
Congreso”. Alguien en el grupo terminó su explicación.
“Exacto.
Al parecer el mecenas, del que se esperaba que hiciera una puja sustanciosa,
nunca apareció y Juan Ramón retiró los manuscritos de la subasta”. Concluyó
Luis Alberto.
Luego
alguien le preguntó si estaba preparando algún nuevo libro de poesía.
Entonces
decidí que era el momento de hacer la pregunta que me había llevado hasta el
grupo.
“A
mí siempre me ha llamado la atención que cuando publicaste en 1998 la nueva antología
con “Las cien mejores poesías de la lengua castellana”, para representar a Darío
eligieses “La epístola a la señora de Leopoldo Lugones”. ¿Por qué esa en lugar
de alguna de sus más celebradas, como “La marcha triunfal” o “Canción de otoño
en primavera”, o “Lo fatal”, que últimamente está tan de moda?”.
Permaneció
unos segundos pensando la respuesta.
“Fue
una decisión difícil. Quería hacer algo que fuera más allá de lo tradicional,
de lo aparentemente obvio. Afortunadamente en Darío hay mucho y muy bueno donde
escoger. Esa poesía fue muy controversial en el tiempo en que Darío la hizo
pública en el diario El Imparcial, de Madrid. Y, siendo una de sus poesías más
largas, creo que en el plano poético representa muy bien lo más auténtico de su
credo. En ese poema está, como diría Juan Valera, su rara quintaesencia. Además
es una descripción hermosa de lo que está viviendo y de como lo está viviendo.
Tiene mucho de autobiográfica”.
“Si
–corroboré— es una de mis favoritas. Pero es poco conocida. Por eso me llamó la
atención que la incluyeras en la antología”.
“Eso
es porque a Darío todavía no se le ha leído como se merece”. Me dijo
La
conversación, animada por nuevas intervenciones, continuó por otros rumbos. Aún
permanecí allí durante un par de minutos más y luego me separé del grupo y
busqué la salida de la Biblioteca Nacional. La noche había caído sobre Madrid,
después de una tarde lluviosa y triste. El brillo húmedo del asfalto destellaba
con las luces de los numerosos vehículos que a aquella hora circulaban por el Paseo
de Recoletos. Al otro lado de la calle destacaba la fachada iluminada del café Gijón, con los cristales de sus amplias ventanas empañados por el vaho.