jueves, 25 de agosto de 2022

Los tocados por Rubén Darío

     Una mañana de febrero de 2018, dos meses antes de las revueltas ciudadanas que conmocionaron el panorama social y cultural de Nicaragua, me hallaba en la Sala Dariana de la Biblioteca Nacional de Nicaragua, ubicada en el segundo piso del Palacio de la Cultura, suntuoso nombre con el que se conoce ahora al que antes fue el Palacio Nacional.

Por razones que no vienen al caso, portaba ese día el álbum con la colección completa de los sellos postales que, en todo el mundo, se han emitido hasta la fecha en homenaje a Rubén Darío.

“Vaya a mostrárselo al doctor Arellano, está aquí al lado, en la biblioteca. Es un estudioso de la obra de Darío y seguro que le gustará verlo”, me animó Guillermo Flores, con quien en ese momento estaba conversando.

Encontré a Jorge Eduardo Arellano, a la entrada de la biblioteca, sentado ante el ordenador, con unas hojas en la mano, dictándole a una joven que manejaba el teclado siguiendo sus indicaciones. Me presenté, le enseñé el álbum, lo hojeó con parsimonia y antes de devolverlo quiso saber quien era yo y a qué me dedicaba. Ese tipo me preguntas, hechas tan a bocajarro, siempre me han resultado agresivas, y creo recordar que bromeé sobre mi currículo y el por qué me interesaban los sellos de Darío. Más adelante pude comprobar que preguntar por los méritos curriculares de su interlocutor es una manera típica de conducirse en el ambiente académico de Nicaragua.

“Tengo entendido que usted es un reconocido dariano. Por eso quise mostrarle el álbum”, le dije.

“En realidad yo soy dariísta”, me explicó, y poco después pareció perder todo interés en la conversación y regresó a su tarea. Me pareció ver que estaba corrigiendo un texto para la Revista de Historia del IHNCA

Había quedado intrigado por la palabreja y al regresar con Guillermo Flores le pregunté por el significado del vocablo.

“Dariano, es la manera de designar a la persona que es aficionado a la obra de Darío, alguien que la conoce bien y la divulga, ya sea por medio de artículos periodísticos o reeditando sus libros. Dariistas son aquellos que se han consagrado a profundizar en la obra del poeta con espíritu creador, sacando a la luz libros de crítica e interpretación, y por tanto no se limitan a realizar meras reproducciones o recopilaciones de sus textos”.

Quien esté interesado en estos términos, puede leer el artículo del propio Arellano “Darianos y dariístas nicas”, publicado el 2 de mayo de 2016 en el Nuevo Diario (Nicaragua), donde concluye señalando que el primero que utilizó este término fue el poeta nicaragüense Salomón de la Selva en 1955.

Esa mañana aprendí una palabra nueva, además de que existía una elaborada aristocracia en torno al rey Darío, una especie de rango nobiliario que se atribuían algunos para diferenciarse cualitativamente de otros.

Con el paso del tiempo he tenido la oportunidad de conocer, aunque sea a través de su obra, a algunos de los más prestigiosos darianos vivos (tal vez dariístas, es tan estrecho el margen entre unos y otros que fácilmente puedo equivocar la categoría).

Descontados los nacidos en Nicaragua, como el propio Guillermo Flores o Jorge Eduardo Arellano, historiador, catedrático y asesor cultural de la Presidencia, son muchos aquellos que, en algún momento, se han sentido cautivados por la obra y la vida de Rubén Darío, pero en este artículo quisiera centrarme en dos que, no siendo nicaragüenses, tienen en común el haber vivido durante un tiempo en Nicaragua, lo que debió contribuir a su fijación personal por la obra del poeta.

 Günther Schmigalle. Nacido en Alemania, especialista en filología inglesa y románica, se ha desempeñado como profesor de bibliotecología y de literatura moderna, y a su labor de investigación, directamente de las fuentes originales, se debe uno de los mayores rescates de la obra en prosa de Rubén Darío.

Llegó a Nicaragua en 1987, formando parte del movimiento de solidaridad con el país centroamericano, en plena revolución sandinista. Fue catedrático de la UCA, de 1988 a 1994 y en el año 2000 ingresó en la Academia de la lengua nicaragüense.

Se ha destacado como uno de los principales divulgadores de la obra de Darío en Europa, donde ha publicado más de veinte ensayos sobre la vida y la obra del poeta, además de numerosos artículos en diarios de todo el mundo, lo que le convierten en uno de los mayores especialistas de su obra.

Naohito Watanabe, oriundo de Kochi, Japón, entre 1991 y 1996, ejerció como Primer Secretario de la Embajada del Japón en Nicaragua. Regresó al país en 2001 como Consejero de la Embajada del Japón.

En 2005 tradujo al japonés la obra de Rubén Darío “Azul…”  “Ao…” (Ed. Bungeisha), y al año siguiente recibió la Orden de Rubén Darío, grado de Oficial, otorgada por el gobierno de Nicaragua.

En los diversos países donde se desempeñó como diplomático llevó siempre el estandarte dariano. En 2018 fue nombrado académico de honor de la Real Academia Europea de Doctores, con sede en Barcelona. Su discurso de ingreso tuvo por título: Rubén Darío: Japón y japonismo. En él, Watanabe relata su encuentro con una niña de ocho o diez años en el embarcadero de Granada, durante una visita que realizaba a las isletas.

“Ella se acercó sonriente a mí. Creí que iba a pedirme algún dinerillo como solían hacer los niños en los semáforos en aquel entonces. ¡Pero qué sorpresa! Ella empezó a declamar algo. Algo rítmico y versificado. Era un poema, poema dulce y resonante con cierta melancolía. “Margarita, está linda la mar, y el viento lleva esencia sutil de azahar; yo siento en el alma una alondra cantar tu acento Margarita, te voy a contar un cuento” Me quedé embelesado, fascinado y sentí hasta el estremecimiento en mi corazón con la declamación de aquella niña. A pesar de pasar mucho tiempo desde entonces todavía recuerdo vivamente aquella tarde serena de verano, el céfiro soplaba tenue sobre el agua cristalina del lago ondeando su ahora hermoso vestido de la niña, acariciando su cabellera de oro y mejillas sonrosadas con la sonrisa angelical. El sol, tórrida lumbre ardía en la lejanía azul ni una nube se veía y sólo los pájaros reposando en la verde cumbre. Así fue mi primer contacto con la obra de Darío y conociendo más y más sus obras y la literatura de Nicaragua, llegué a descubrir que Nicaragua era un país de poetas y de gran tradición de poesía”.

El texto completo puede consultarse en

https://raed.academy/academicos/naohito-watanabe/

 

 

miércoles, 17 de agosto de 2022

Rubén Darío en Heredia, Costa Rica

Entre el 24 de agosto de 1891 y el 10 de mayo de 1892 el poeta nicaragüense Rubén Darío vivió en Costa Rica. Durante algunos días visitó la ciudad de Heredia, donde se hospedó en casa del escritor y político costarricense Luis Rafael Flores (1860-1938).

 De esa visita surge el artículo que reproducimos a continuación y que publicó en el Diario del Comercio, número 81, del 9 de marzo de 1892, con un subtítulo entre paréntesis: (boceto) 

 Heredia 

Desde la llegada comprende el viajero que Heredia es una ciudad amable. Empleando el vocablo nacional y gráfico, se le podría llamar corronga. He visto de pronto sus casas, sus parques, sus iglesias; tiene mucho árbol, muchas mujeres bonitas, mucha gente religiosa.

La religión y la belleza reinan en Heredia, junto con la hospitalidad. Acabo de ver un torreón que parece arrancado de un castillo medioeval. He estado en la nave de una iglesia, donde los ángeles de bronce ofrecen en sus manos hieráticas el agua bendita.

La basílica del Carmen, con su graciosa elegancia, no puede menos que agradar al artista.

Heredia es suave, cortés, coqueta y rezadora. Con su ambiente sano y su población tupida, y su café. Heredia es la señorita rica, que desde su provincia reina y vence. No tiene luz eléctrica, ¡pero los ojos de las estrellas la favorecen tanto! Y luego los de estas encantadoras heredianas que poseen las más adorables pupilas que es posible encontrar en el mundo.

El trabajador tiene aquí su morada. Es de aquí en donde cantidad harto considerable se exporta el grano de oro del «arbusto sabeo».

En el pueblo herediano se encuentran los robustos y sanos mozos, las muchachas campesinas de caras rosadas, los viejos labradores, honrados como patriarcas y ricos como pachaes de los cuales se hallan ejemplares pasmosos en el pueblo santodomingueño.

De noche, en el parque, se encuentran parejas envidiables, en los bancos, cerca de la fuente en donde canta el agua. Una banda se oye a lo lejos fanfarriando alegremente. Las torres se destacan sobre un hermoso cielo apizarradamente opaco. No hay casi una ráfaga de viento que mueva los ramajes de los grandes árboles.

A través de los vidrios de los balcones, en las casas cercanas, brota en anchas y pálidas franjas, la luz. El poeta Luis Flores me hablaba de una divina esperanza ideal, en tanto que oigo reír cerca de mí, a una locuela de quince años.

Este boceto instantáneo será después un cuadro.

Lo que es hoy, noto una quietud monacal y somnolente que empieza a invadir la ciudad. Son las diez. ¡Buenas noches!

6 de marzo de 1892

 Luis Rafael Flores quiso dejar constancia escrita de tan notable acontecimiento, por lo que le pidió al joven escritor Luis Dobles Segreda que redactase unas páginas basadas en sus recuerdos. El resultado fue un artículo que Dobles Segreda tituló «Rubén Darío en Heredia».

 Aquí solo voy a transcribir los últimos párrafos, los de la despedida.

 Por fin se fue. Solo tres días estuvo conmigo, ¡sólo tres días!

»—¿Por qué te vas, Rubén? ¿No te asienta el país?

»—Es muy lindo tu país, pero yo necesito vivir y tu país no tiene trabajo para mí. Mi machete es la pluma, hay que buscar dónde hacer la siega. Aunque quisieran estos periódicos pagarme, no podrían; es todo tan chico acá.

»Luego volvía a mirarme con ojos llenos de franqueza.

»—Y tu país huele a Fenicia, es un país de mercachifles.

»Cuando notó que la verdad era cruda, me puso la mano sobre el hombro para consolarme.

»—¿Pero Heredia? ¡Ah! Heredia es suave, cortés, coqueta y rezadora».

 Esta es la reproducción del texto que aparece en la revista Athenea, órgano del Ateneo de Costa Rica, en el número 6 del 15 de julio de 1920. El artículo completo puede encontrarse en la Biblioteca digital del SINABI (Sistema Nacional de Bibliotecas), cuya lectura recomiendo para entender mejor la personalidad del poeta.

 Siguiendo los pasos de Darío viajé una mañana a Heredia. En Google maps había visto que en la ciudad existía una calle llamada Rubén Darío (la calle 2, que recorre un lateral del Parque Central) y una escuela con su nombre en el cercano cantón de Santo Domingo.

 Anduve la mencionada calle de arriba abajo, sin encontrar otra señalización que la de calle 2, ninguna mención del poeta nicaragüense. Con intención algo traviesa, aproveché que a la puerta de un comercio de la cadena Monge, muy popular en Costa Rica, estaban reunidos tres empleados de edades comprendidas entre los 25 y los 55 años, y les pregunté inocentemente, como si estuviera perdido, qué calle era esa donde nos encontrábamos. “Es que aquí no nos guiamos por las calles. Díganos que busca y tal vez podamos orientarle”, me dijeron. “Estoy buscando la calle Rubén Darío”, les dije. Se miraron unos a otros y se encogieron de hombros. “Pues lo sentimos, pero no podemos darle razón alguna”. “Oigan, sin ánimo de molestar, ustedes sabrían decirme que significa la palabra corronga”, volví a preguntarles. Solo la reconocida amabilidad de los ticos, de los heredianos, de la que ya hablaba Darío, consiguió que me tomaran en serio y después de mostrarse ajenos a ese vocablo, corronga, todavía fueron a preguntar al supervisor de la tienda, un señor de más de sesenta años, con un buen conocimiento del pasado de la ciudad, que adujo no tener la menor idea de su significado. Sin embargo, en el diccionario de la rae, lo identifica como vocablo de uso solo en Costa Rica, que significa que algo es bonita, linda, atractiva. 

Definitivamente, en Costa Rica, no parece que sea una buena idea homenajear a alguien poniendo su nombre a una calle. Tendría más repercusión si le dedicaran un parque, además así habría una opción para que elevaran una estatua y una placa que explicara su contribución a la cultura y a la sociedad.

lunes, 15 de agosto de 2022

La presencia de Rubén Darío en las escuelas de Nicaragua

       A las ocho de la mañana, en un todoterreno cargado con cuatro mesas plegables, un ordenador portátil, material escolar diverso y más de doscientos cuentos organizados en tres cajas, salimos de Diriamba, una pequeña ciudad a cuarenta kilómetros de Managua, situada en un altiplano donde el clima es suave y húmedo y la tierra es fértil y generosa. Nuestro destino es Paso Real, una comunidad rural situada a diez kilómetros, donde hay una escuela a la que asisten los niños y niñas, de entre seis y doce años, que residen en un radio de cinco kilómetros, una distancia que algunos tardan en recorrer entre una hora y hora y media.

     Está empezando la temporada de invierno y la lluvia aún no ha desbaratado los caminos, convirtiéndolos en intransitables, aunque ya ha ido erosionando la tierra y abriendo profundos arroyos por donde circula el agua, que termina acumulando barro en los lugares más bajos. En cualquier caso, hay que confiar en la habilidad del conductor y en el conocimiento que tiene del terreno. Entre bache y bache, podemos disfrutar de un paisaje siempre entretenido y en ocasiones fascinante, de un verde abundante y profundo, salpicado con algunas plantaciones de plátano, planteles abandonados de café y decenas de árboles de jocote llenos de fruto. En los claros, donde se ha limpiado el monte, se divisan pequeñas casas de madera vieja y arqueada, rematadas con techos de chapa oxidada. A unos metros de cada casa llama la atención un cubículo hecho de chapa ondulada y brillante. Es el retrete con su fosa séptica, que recientemente les ha donado una fundación alemana.

     Media hora después hemos llegado a nuestro destino, un grupo escolar que consta de dos filas de construcción con un patio en medio. Es fácil distinguirlos porque las paredes están pintadas de azul y blanco, los colores de la bandera de Nicaragua. A un lado del patio se encuentra el almacén, donde se guarda el material de clase y los víveres para preparar la merienda escolar. Al otro lado están las dos aulas. En una se dan las clases simultáneas para los tres primeros años de Primaria. En la otra se atienden las clases de los tres últimos grados. Entre las puertas de las dos aulas, adosado a la pared hay un mural hecho con una lámina de plywood, reforzada con reglas de madera sin pulir, donde se ensalza la figura de Rubén Darío, héroe nacional de Nicaragua, a base de recortes de periódicos y papeles de colores que contienen fechas claves de su biografía y su obra. Una imagen que se repite, con pocas variantes, en todas las escuelas del país, en los vestíbulos de acceso a las alcaldías municipales y hasta en los centros de salud. En la mayoría de los casos al mural de Darío le acompaña otro, de idéntica manufactura, dedicado a Cesar Augusto Sandino, el otro héroe nacional, aunque éste sea de consumo estrictamente local.

     Cuando llegamos, los alumnos están en las clases y hasta nosotros llegan sus voces agudas  a través de las puertas y ventanas abiertas. Desplegamos las mesas junto a la pared y comenzamos a distribuir los cuentos sobre ellas.

     Cuando nos asomamos al aula de los más pequeños, el profesor, que ya ha advertido nuestra presencia, nos recibe con un ademán de bienvenida y luego nos ofrece la atención de los alumnos.

    –Ya conocéis a los amigos de la Biblioteca Semillas. Veamos qué actividad nos proponen hoy –les dice a los alumnos.

    –Hola a todos –les saluda Maynor–. ¡Qué bien que os veo tan alegres y animados! ¿Os habéis acordado de traer los libros para el intercambio?

    –Síííí –. El grito es unánime.

    –Estupendo. ¿Y qué queréis que hagamos hoy?

    Los chavalos parecen indecisos. Sonríen, algunos ocultan la cara entre las manos. No se deciden.

    -¿Leemos un cuento? –les propone

    Parece que hay acuerdo.

    –Vamos a leer uno de los cuentos que más me gusta, “Ferdinando el toro”. Pero tenéis que ayudarme –les anuncia, levantando el brazo para mostrar el cuento que sostiene en la mano.

    Comienza a leer, y al hacerlo va actuando con la voz y a veces con algún gesto de las manos y el cuerpo, apoyando el discurrir de la historia. También hace preguntas al auditorio para involucrarlo en el discurrir del cuento.

    Cuando, acompañado del alborozo de los niños, acaba la lectura teatralizada del cuento, el profesor propone un aplauso para premiar su esfuerzo y luego les pide que preparen sus libros y salgan al patio con ellos. Aquella es la señal de inicio del recreo y de la actividad de préstamo de libros.

    Todos se agolpan alrededor de las mesas y ojean los cuentos, escogiendo unos y dejando otros. Se fijan mucho en los dibujos y en los colores. No parece importarles que las letras sean más o menos grandes, pero observo que se sienten atraídos por los libros que proponen algún misterio en el título.

    Con las nuevas adquisiciones bajo el brazo se ponen a la fila que se ha ido formando ante la mesa de control de préstamo. Uno a uno, entregan primero los libros ya leídos, que se van cotejando en el ordenador, luego se anotan los que se van a llevar a la casa, donde los tendrán durante quince días, hasta que regrese al colegio la biblioteca móvil, si es que la meteorología lo permite.

    Mientras tanto Anke ha entrado en la clase de los mayores y está proponiéndoles una manualidad. En esta ocasión se trata de confeccionar un mural sobre la paz, algo tan deseado en estas fechas. Para ello lleva unas hojas fotocopiadas con el mismo dibujo para todos: la silueta de una paloma, una bandera y unas flores, que cada uno rellenará de color según su criterio.

     Una vez finalizada la actividad, Anke les pregunta:

     -¿Cuántos poetas hay en esta clase?

    Se miran unos a otros indecisos, algunos señalan al compañero, y poco a poco se van levantando las manos.

    -Cinco poetas en una clase de veinte. Eso está muy bien. ¿Y cual es vuestro poeta preferido?

    - Rubén Darío -a la voz de unos pocos se van uniendo poco a poco el resto, creando la sensación de un eco prolongado entre las paredes del aula.

    -Veamos entonces. Necesitamos un voluntario que nos recite algo del poeta.

    Tres o cuatro manos se extienden con el índice señalando a un chaval de unos diez años. No necesita más para levantarse. Anke le indica que espere a su señal para comenzar.

    -¿Qué poema vas a recitar? -le pregunta.

    -Caupolican.

    Al gesto de aliento de Anke comienza a recitar el poema. Mueve poco las manos, que mantiene pegadas al cuerpo, en su voz apenas se advierten inflexiones, con ninguna pausa, dando la impresión de que solo está poniendo en juego su memoria.

    Cuando acaba, todos aplaudimos y alabamos el poema y al declamador.

    -No hay semana que no dediquemos una hora a recitar poemas de Rubén Darío. A veces los utilizamos para enseñar a leer. Cada uno tiene su preferido, pero casi todos se inclinan por los poemas épicos -nos advierte el profesor, que ha seguido la declamación acompañando con el movimiento de los labios las palabras del alumno.

    Más tarde, mientras estamos recogiendo todo el material, vemos llegar a algunas mujeres a la escuela. Son madres de alumnos a las que ese día les correspondió preparar y distribuir la merienda escolar. Los víveres se distribuyen en la propia escuela a comienzos de semana y las mujeres se encargan de cocinarlos en sus casas para luego traerlos a la escuela en grandes perolas. En platillos de plástico van sirviendo el arroz con frijoles acompañado de un pedazo de plátano cocido. Luego los reparten a los alumnos que esperan su turno, junto con una bebida casera hecha a base de cereal.

    Hora de irnos. Nos despedimos de los profesores y los alumnos. En el camino de regreso todos nos mostramos eufóricos. La actividad ha funcionado de maravilla y los chavales se ilusionaron con sus nuevos libros.

    (Este artículo es un homenaje a la Fundación Semillas, una organización no gubernamental, con sede en Diriamba, una pequeña ciudad en el pacífico de Nicaragua, que recientemente fue cancelada por el gobierno).