(Extracto del libro "Una historia galante", que puede encontrarse en Amazon, en versión digital)
Esta escena se desarrolla en la plaza Dorrego, en Buenos Aires.
Después de que el camarero trajo la cerveza
que le había pedido, y bebí un par de tragos para refrescarme, me dispuse a
revisar mi nueva adquisición. El título del libro, “Para Hipsípilas”, volvió a llamarme la atención; me parecía
exótico y sugerente, aunque no entendía su significado. El autor no animaba
mucho a la lectura cuando, ya en el prólogo, señalaba que entre los poemas de
Rubén Darío, rescatados del olvido, había alguno de gran calidad, pero eran
mayoría otros cuyo único valor estribaba en documentar una faceta de la vida
del poeta, muy dado a complacer a sus posibles mecenas y aduladores,
dedicándoles olvidables versos de ocasión que, con el paso del tiempo, iban
apareciendo en abanicos y tarjetas postales.
Y ciertamente, nada veía en el libro que
despertara mi interés, hasta que, al pasar una página, descubrí una poesía que
me pareció realmente inspirada. Su título era Elegía Pagana, y hablaba de una bella mujer fallecida en plena
juventud. Definitivamente lo que me llamó la atención fue un verso al final de
la primera estrofa que decía “Paraguay de fuego”. Recordé que eran las mismas
palabras que pueden leerse en un sello postal que el país guaraní emitió en
1966, en homenaje a Rubén Darío, con el propósito de conmemorar el
cincuentenario de su muerte.
De pronto, mientras estaba leyendo el poema,
sentí una presencia extraña a mi lado. Levanté la vista y le vi parado ante mí.
Era un hombre de unos cuarenta años, de frente alargada y escaso cabello, con
una espesa barba gris y, en medio de la cara, una nariz ancha de punta redonda,
que le daba un aspecto extraño pero confiable. Llevaba un lote de libros en las
manos. Me ofreció uno sin decir palabra y esperó a mi lado, observándome. Era
un libro de poesía. En la contraportada podía verse una pequeña foto suya junto
a una breve descripción del contenido. Por curiosidad, pero más por cortesía,
fui pasando algunas páginas, incluso leí varias estrofas salteadas. Las poesías
hablaban de temas eternos, como la naturaleza, el ser humano, el amor y la
esperanza. Nada nuevo o sorprendente.
Mientras
yo trataba de ocultar mi incomodidad tras una sonrisa vacía, él se quedó
mirando con evidente curiosidad el libro que había dejado sobre la mesa.
—¿Le gusta la poesía de Rubén Darío?
—Él era bueno manejando imágenes. Aunque lo
más característico de su poesía era la búsqueda constante de un efecto musical.
Así que el color, la sonoridad y el ritmo eran esenciales en su obra
—prosiguió, sin darme tiempo a responder—. Fíjese en esta palabra —me señalaba
el título del libro que había comprado minutos antes—, “Hipsípila”. Es mu posible que Darío la utilizase en su poema la Sonatina porque le gustó el sonido trifónico de la i en esa
palabra, muy adecuado para la i bifónica de la palabra crisálida, y eso le
permite completar este verso tan icónico: ¡Oh,
quién fuera hipsípila que dejó la crisálida! Utiliza esta licencia literaria para
lograr una armonía sonora tanto en el verso como en el poema. Y luego continúa
con el siguiente verso: (la princesa está
triste, la princesa está pálida). Son los dos únicos versos del poema con
terminación esdrújula. Y eso no es casual.
—Conozco
la historia. En la mitología griega, Hipsipila era una reina de la isla de
Lemnos, que da nombre a una obra de Eurípides. Luego Darío tomó esa palabra en
el lugar de mariposa para realzar la sonoridad del verso —comenté.
—Esa
es solo una media verdad. Quienes han circulado esa versión no conocen realmente
la forma de escribir de Darío —me dijo
con una sonrisa enigmática.
—¿Y
cuál es el resto de la verdad? —Le pregunté, ahora realmente intrigado.
—Hypsipyla
es el nombre latino de una mariposa, fea e insignificante, cuyas larvas se crían en el interior de maderas preciosas. Se la conoce como polilla barrenadora,
pero de todas maneras una mariposa. Algo que, sin duda, Darío conocía y que utiliza para hacer aún más dramático el llamado de la princesa. No es casual la similitud entre el palacio con una rueca de plata en donde ella vive y el tallo de la caoba o el cedro en donde vive la larva.
Se me quedó
mirando fijamente, como alentando mi opinión.
—Entonces,
Darío se refiere a esta mariposa y no a la reina de Lemnos —comenté.
—Exacto.
Quien sí tomó el nombre de la reina griega fue el entomólogo que bautizó a la
mariposa al clasificarla en 1848.
Se me quedó mirando fijamente, como alentando mi opinión.
—¡Vaya, si que es interesante!
Eran palabras de ocasión, pero en aquel
momento no se me ocurrieron otras para mostrar mi interés.
—Sí que lo es, y mucho más si se piensa que,
en el ideario griego, la mariposa simboliza el alma. Entonces descubrimos que
en el verso hay un mensaje oculto: el alma puede escapar de su crisálida (el cuerpo), por medio de una metamorfosis. —Esperó unos segundos para ver mi
reacción—. En realidad el poema no es tan intrascendente y decorativo como
muchos se piensan, sino que está lleno de claves ocultas.
—Fascinante y… ¿dónde hay otra clave? —le
pregunté.
—El propio poema tiene una segunda lectura si
lo vemos como una metáfora. Fíjese en el primer verso, cuando dice “La princesa está triste… ¿qué tendrá la
princesa?”; si lo tomamos de manera literal, pareciera que es solo un
recurso sonoro, donde lo que importa es la armonía que se logra con las
palabras, y entonces el contenido es algo intrascendente. Pero adquiere un
sentido bien diferente cuando se advierte que el poeta realmente está
interrogando a su propia alma, a la que siente noble, inocente y prisionera,
precisamente las características que los cuentos atribuyen a las princesas.
—Nunca lo había visto así. Siempre pensé, que
la intención del poema era expresar el deseo que tiene una mujer adolescente de
amar y ser amada.
—Eso es lo evidente. Pero, en realidad lo
está utilizando como una figura alegórica. Es la expresión de lo espiritual a
partir de su esencia femenina —se apresuró a corregirme, aunque pude detectar una
benévola indulgencia en su tono de voz—. Si nos centramos en lo fundamental
veremos que hay dos momentos cruciales. El primero ya lo señalé, cuando advierte
que el alma puede liberarse en un proceso similar al de la metamorfosis de la
crisálida. A lo largo de su obra, Darío fantasea con la posibilidad de transcender
las limitaciones del cuerpo sin necesidad de morir, alcanzando un estado
superior del ser. En el poema Venus, escrito cinco años antes, lo anticipa
cuando, posiblemente inspirado en la ausencia de su primera esposa, Stella,
escribe: mi alma quiere dejar su
crisálida y volar hacia ti.
—¡Venus!
Cuando lo descubrí me pareció un hermoso poema —opiné, en un tono de voz que
revelaba cierta nostalgia.
—Es,
tal vez, el poema fundacional del modernismo. Lo incluyó en la segunda edición
del libro Azul.
—¿Y el segundo? —le
animé a proseguir.
—Al final del poema,
cuando el poeta resuelve la situación poniendo el énfasis en la capacidad
liberadora, a la vez que transformadora, del amor. La solución viene con el
caballero que llega de lejos, el vencedor de la muerte. Es el amor. Solo este
sentimiento tan noble, puede acabar con la angustia y la soledad de una
persona.
—Ese parece ser un
referente en toda su obra. Hay como una necesidad de amar y ser amado ——me
aventuré a decir.
—Todas las personas
—hizo una pequeña pausa, mientras movía levemente la cabeza a uno y otro lado,
entrecerrando los párpados, como si estuviera considerando lo acertado de sus
propias reflexiones—, tal vez todos los seres vivos tenemos esa necesidad. Pero
él es un poeta y siente que el amor, que tanto ensalza en su obra, está fuera
de su vida. Y lo busca, a veces lo intuye y a menudo se ilusiona con haberlo
hallado en cada nuevo encuentro. El resultado, en una persona con su enorme
sensibilidad, puede ser una fuente continua de angustia y soledad.
—¿Piensa que esa fue la base de su
inspiración?
Se quedó pensativo unos segundos y luego se
encogió de hombros en una forma en que parecía devolverme la pregunta.
—No
lo expresaría de esa manera. Fueron temas que, con cierta frecuencia,
estuvieron presentes en su obra y supongo que en algún caso le servirían de
estímulo —hizo una pequeña pausa como si con ello quisiera señalar la
importancia de lo que iba a decir a continuación—. Lo que en verdad distingue a
Darío es que era un poeta muy intuitivo, con una sensibilidad extrema, pero a
la vez muy exigente con su trabajo. El poeta sabe que la palabra es su
instrumento. Pero, en esencia la palabra es un sonido con significado. Por eso al
escribir se afana en cuidar al máximo ambos componentes. Aunque, como está
convencido de que solo la música tiene la
capacidad para expresar la armonía del universo y quiere conseguir lo mismo a
través de la poesía, se esfuerza en dotar al poema de una estructura métrica
musical. La Sonatina es
el mejor ejemplo de esa búsqueda. Ello hace que este sea un poema para
ser oído y no tanto para ser leído en silencio. Sé que la comparación puede
parecer atrevida, pero en este caso estamos ante la misma diferencia que hay entre leer música y
escucharla.
—¿Por qué?
—El patrón en que están acentuados todos los
versos lo convierten en un prodigio rítmico. En este poema, como en ningún
otro, consigue que cada verso sostenga la melodía, el ritmo y el tempo en
consistencia tonal. Por esa razón requiere una interpretación que tenga en
cuenta su carácter musical, donde la voz y la destreza del intérprete resultan
fundamentales.
Continuó hablando,
alargando sus explicaciones con algunos
ejemplos, sacados de la obra de Darío, que pretendían corroborar sus
comentarios. En algún momento, sin ser plenamente consciente de ello, empecé a
perder interés en la conversación, dejé de escucharle y me sumergí de nuevo en
mis inquietudes que estaban muy alejadas de aquel lugar. Debieron transcurrir
algunos segundos ya que, cuando salí de aquella aturdida ensoñación, advertí
que aún tenía el libro en la mano y él estaba mirándome como si esperase una
respuesta
Dejé su libro
encima de la mesa.
—¿Lo va a comprar? —me preguntó.
—Me parece
interesante, pero no, gracias.
Sostuve su mirada
apenas unos segundos, el tiempo que consideré necesario para asegurarle lo
definitivo de mi decisión y luego desvié la vista hacia lo que ocurría en el
centro de la plaza. Observé de reojo como recogía sus libros, se levantaba y se
alejaba en busca de otros posibles compradores.