Me había hablado de ella un amigo “desinteresado” de Facebook quien, a mi requerimiento, me facilitó la dirección de su domicilio, como siempre de una forma un tanto aproximada para quien recibe la información, donde la orientación del sol y la distancia respecto a algún punto de referencia local son las señas más relevantes. Esto era algo normal en Managua, una ciudad donde las calles no tienen nombre y las casas no exhiben ninguna numeración. Los únicos datos precisos eran que se encontraba en el barrio de Las Brisas y unas calles al frente del centro comercial. Encontré la casa, guiado por el color y unas verjas pintadas de negro, después de preguntar en una pulpería y desorientarme varias veces en las calles de trazado tipo escalera que van del sur al oeste, paralelas a la Avenida de los Héroes y Mártires, nombre relativamente reciente del que nadie hace uso.
Abrió la puerta una mujer en esa edad indefinida que proporcionan la ropa y el cabello blanco. Le dije lo que andaba buscando y mi acento extranjero la convenció rápidamente de que podía ser un buen cliente. Me hizo pasar a una sala en la que la cegadora luz del atardecer entraba tamizada por unas ligeras cortinas de gasa blanquecina que proporcionaban un ambiente sosegado y acaso adormecedor. Adosados a las paredes había s varios sillones de cuerina negra, agrietada en algunas zonas, y una mesita en el centro. Me indicó que tomara asiento en una mecedora una mecedora y allí esperé a que regresara. Cuando entró de nuevo traía en las manos un folder anaranjado que me ofreció mientras tomaba asiento en otra mecedora situada a mi derecha.
“¿Está usted de paso por Nicaragua?”. Me preguntó.
Me contemplaba sonriente, y tengo que decir que su
cara de piel sorprendentemente fresca, sin arrugas, con el pelo canoso recogido en un moño sobre la nuca,
inspiraba confianza.
“Bueno, se podría decir que llevo ya algunos años de paso. Aunque pretendo vivir aquí como si fuera para siempre”.
“¿Y le interesa Rubén Darío. Nuestro gran poeta?”.
“Soy coleccionista. Me interesa todo lo que sea historia sobre papel”.
Se me quedó mirando con un gesto de interrogación.
“Colecciono estampillas, postales, billetes, documentos y manuscritos”. Le expliqué.
Me señaló el folder.
“Pues ahí encontrará cosas muy interesantes. Pero, si lo desea, también le puedo conseguir estampillas”.
“Bueno, se podría decir que llevo ya algunos años de paso. Aunque pretendo vivir aquí como si fuera para siempre”.
“¿Y le interesa Rubén Darío. Nuestro gran poeta?”.
“Soy coleccionista. Me interesa todo lo que sea historia sobre papel”.
Se me quedó mirando con un gesto de interrogación.
“Colecciono estampillas, postales, billetes, documentos y manuscritos”. Le expliqué.
Me señaló el folder.
“Pues ahí encontrará cosas muy interesantes. Pero, si lo desea, también le puedo conseguir estampillas”.
"De momento vamos a ver lo que tiene aquí".
Al abrir el folder encontré
varios documentos enfundados en protectores de plástico. Había dos fotografías
de Darío, una de ellas con dedicatoria y firma en la parte inferior
derecha. También encontré cuatro poemas.
Me llamó la atención que todos tenían título.
En uno de ellos, del que hice una lectura muy rápida, reconocí la
estructura rítmica del soneto. Uno de
los cuatro estaba escrito en una cuartilla con el borde izquierdo
irregularmente cortado, como si hubiera sido arrancada con cuidado de algún cuaderno.
En todos ellos tanto la calidad del papel como su envejecido eran similares,
sin manchas de humedad. Pero mi interés se sintió atraído por una carta
autógrafa del poeta. Lo sorprendente es que estaba escrita en una cuartilla personalizada
con un membrete impreso en la parte superior izquierda, en el que podía leerse RUBEN DARIO“¿Cómo consiguió esta carta?”. Le pregunté.
La miró sin mucho interés.
“No sabría decirle. La tengo hace mucho tiempo. Creo que estaba en un lote que me trajo un coleccionista de Masaya”.
“Es bien interesante. Pero Darío es tan fácil de falsificar. Si tuviera algún certificado de autenticidad sería fantástico”. Le dije.
No pareció molestarse por mis palabras. Cogió la carta de mis manos y la examinó detenidamente. Luego sacó una pequeña lupa de un bolsillo de la falda y volvió a examinarla, cabeceando afirmativamente cuando parecía hallar algo positivo.
Me extendió la carta y la lupa. Sobre la mesa había media docena de libros. Cogió uno, con aspecto de libro de arte, de tapas duras y hojas tamaño carta. Buscó entre las páginas y luego lo mostró para que viera unos textos autógrafos de Darío.
“Darío no es fácil de autenticar, porque su escritura evolucionó con el tiempo y además dependía mucho de su estado de ánimo. Pero aquí, en este texto, puede ver la similitud de los trazos, sobretodo en algunas letras”. Me dijo.
Con su dedo índice me iba mostrando algunas palabras en el texto del libro y en el manuscrito. Cogí el libro y miré la cubierta. Se trataba de un ejemplar de “Rubén Darío. Centenario de su muerte”, de Luis Humberto Flores.
“¿Y estos poemas? –le pregunté, señalando las hojas contenidas en el folder- ¿Aún permanecen desconocidos o están ya catalogados?.
Pareció no entender mi pregunta que, por otro lado, probablemente no tenía sentido.
“¿Puedo tomarles una foto?.” Le pregunté, mostrando el celular.
Me observó durante unos segundos, con el ceño fruncido.
“Prefiero que no. Es material muy delicado. Para apreciarlo bien no sirve una foto. Hay que tenerlo en las manos, como usted en estos momentos”.
Hizo ademán de solicitarme el folder que tenía apoyado sobre mis piernas.
“Desde luego son muy interesantes. ¿Y cuánto está pidiendo por estos documentos?”. Le pregunté, tratando de relajar la situación.
“Dígame cual le interesa, para darle un precio?”. Su gesto parecía haberse suavizado.
“Todos me atraen, pero si tuviera que elegir uno sería la carta”. Le expliqué.
“Tres mil dólares”. Lo dijo sin titubear. Observando mi reacción.
“Desde luego puede que los valga. Aunque parece mucho dinero”. Meneé la cabeza, aparentando al mismo tiempo interés y duda.
“No hace mucho vendí a un profesor estadounidense una carta similar, también en una sola cuartilla, por ese dinero”.
Me pregunté cuánto había de cierto en aquella afirmación. Hace tiempo aprendí una regla de oro para abordar situaciones de compra en el “mercado negro”: La mitad de lo que te digan es directamente falso, y de la otra mitad el treinta por ciento es exagerado. En este caso cual sería la parte falsa, ¿qué vendió una carta de Darío o que existió el profesor estadounidense?. Obviamente la exageración estaba en el precio, pero la vendedora contaba ya con la ventaja de haber fijado una referencia: tres mil dólares.
He dicho que aprendí la regla, pero eso no significa que siempre la aplique en estas situaciones. Y, aunque no tenía ninguna intención de comprar, me sentí tentado por el juego de la negociación. El problema estaba en que podía quedar atrapado en una oferta, aunque a priori me pareciera muy baja, casi insultante.
Ya me había ocurrido antes. Imaginemos que la ofrezco cien dólares. Es una oferta ridícula, casi ofensiva. Ella no va a aceptar pero bajará el precio. Y tras diez minutos de discusión, en los que yo me aferro a mi oferta, y ella ha ido bajando paulatinamente el precio, termina por aceptarla en base a cualquier argumento emocional. En ese momento acabo de comprar por cien dólares un documento que ya es evidente que es falso.
Decidí no jugar. En su lugar
busqué una salida airosa a la situación y recordé la manera en que Darío y su
compañero mexicano Felipe López escaparon en Budapest, del acoso de sus
compañeros de juego. Igual yo alegué la falta de dinero y mi disposición a
proseguir con aquella compra al día siguiente, para así alejarme de aquella
situación.